Cómo el sueño de la inmortalidad llevó a la invención casual de la pólvora

cIENCIA POR SERENDIPIA

La obsesión por la vida eterna transformó la forma de hacer la guerra

¿Quién inventó el botijo? Un objeto sublime con un mecanismo nada simple

Primeros cohetes chinos Wikipedia

La ambición de sobrevivir a la muerte ha sido siempre un motor ingenioso y, en ocasiones, peligroso para el progreso humano. Tal fue el caso de la búsqueda del elixir de la inmortalidad, una pócima mítica que prometía vencer el paso del tiempo y desafiar ... las leyes de la naturaleza. Sin saberlo, esa persecución milenaria por la vida eterna desencadenó uno de los hallazgos más paradójicos y transformadores de la historia: la invención accidental de la pólvora, la sustancia que terminaría alterando para siempre la balanza entre la vida y la muerte.

Y es que la pasión por la inmortalidad en la antigua China reunió a filósofos, curanderos, emperadores y alquimistas en una cruzada singular. Años antes de que la pólvora encendiera los cañones, los alquimistas chinos cultivaban un ansia insospechada por la trascendencia.

Todos ellos, inspirados por creencias taoístas, buscaban fórmulas a medio camino entre la magia y la ciencia, mezclando toda clase de ingredientes insólitos en morteros y cuencos humeantes: azufre, raíces, piedras, miel, minerales y, sobre todo, un misterioso polvo blanco llamado salitre o nitrato de potasio, que comenzaba a extraerse de depósitos naturales presentes en ciertas zonas de China.

Un resultado inesperado

La alquimia china, a diferencia de su homóloga europea obsesionada con la transmutación de metales en oro, centraba buena parte de sus esfuerzos en aumentar la longevidad e incluso alcanzar la inmortalidad. Leyendas y registros oficiales relatan cómo el emperador Qin Shi Huang envió legiones de expedicionarios a buscar el elixir a todos los confines del imperio. Por sus órdenes y las de sus sucesores, la corte imperial patrocinó laboratorios donde se experimentaba sin descanso, bajo la convicción de que la naturaleza guardaba secretos capaces de liberar al hombre de su finitud física.

No era raro que la búsqueda arrojara resultados inesperados. En uno de estos intentos, algún alquimista -cuyo nombre, desgraciadamente, se ha disuelto en la bruma de los siglos- mezcló salitre, azufre y carbón vegetal con la esperanza de obtener una sustancia que revitalizara el cuerpo o protegiera el espíritu de la muerte. El experimento no dio como fruto la vida eterna, pero sí una reacción tumultuosa: humo denso, llamas repentinas y una explosión peligrosa.

Los textos chinos del siglo IX ya advertían, en tono casi humorístico, de los peligros de esta mezcla. En lugar de prolongar la vida, ciertas combinaciones de esos ingredientes podían hacer arder la casa y acabar con la existencia del desafortunado buscador. La ironía era tan cruel como encendida. Los alquimistas, con paciencia y curiosidad, comprendieron que lo que tenían entre manos no aportaba inmortalidad, pero sí un potencial incendiario sin precedente.

De la botica a la armería

La fórmula primitiva de la pólvora -tres partes de salitre, una de azufre y una de carbón vegetal- comenzó a circular en los manuscritos de alquimia y tratados médicos. Algunos autores advertían explícitamente: «Los que buscan prolongar la vida mediante esta receta se exponen a peligros considerables y deben actuar con prudencia». De esta forma, apareció el «huo yao», literalmente «droga de fuego», nombre fiel al carácter explosivo de la nueva sustancia.

Durante los primeros siglos, la pólvora se utilizó de manera casi tímida: servía para elaborar pociones, remedios y recetas experimentales. Solo poco a poco comenzó a despertar la imaginación como agente pirotécnico, ideal para espectáculos de luces, rituales y ceremonia populares. Bastaba con arrojar pequeñas cantidades al fuego para obtener efectos deslumbrantes. Así se originaron los fuegos artificiales, quizá el regalo accidental más colorido de la pólvora al mundo.

La transición de la alquimia a la guerra fue progresiva pero inevitable. Ante la capacidad del nuevo polvo mágico para generar llamaradas y explosiones, es fácil entender por qué, tras la fascinación inicial por el espectáculo, las mentes más prácticas vieron en la pólvora un aliado formidable para defender fortalezas, asustar enemigos o, directamente, herir y matar. Tímidamente, pero sin pausa, aparecieron los primeros usos bélicos: flechas incendiarias, granadas y bombas lanzadas a mano, y lanzallamas rudimentarios llamados «lanzas de fuego».

El desarrollo de armas basadas en pólvora fue gradual y demandó numerosos ajustes. La receta no fue sencilla: la proporción alteraba el poder explosivo, el modo de combustión y el resultado final. Al principio, la falta de precisión en las mezclas hizo que la pólvora no fuese tan destructiva como llegó a ser siglos más tarde. De hecho, la misma magia de la pólvora era tan impredecible que muchas veces explotaba en el momento menos pensado, haciendo de los alquimistas y los primeros artilleros auténticos mártires anónimos del progreso.

El tránsito de la pólvora de laboratorio a campo de batalla es un ejemplo magnífico del poder de la casualidad y el ingenio. El azar juntó a varios elementos modestos y la mano humana supo extraer de ellos tanto luz como sombra. Nadie encontró el elixir de la vida, pero sí la fórmula para modificar radicalmente el destino de imperios, sociedades y personas anónimas.

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