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Los inventos para la vida cotidiana más letales del siglo XIX

Los hogares decimonónicos incorporaron algunas modernidades que ponían en peligro la vida de las familias, tales como papeles pintados o biberones. Esta es su historia…

«El vals del arsénico» (1862), de John Punch John Leech, muestra los riesgos de vestir ropa teñida de arsénico Delaware Art Museum

Pedro Gargantilla

En el siglo XIX se puso de moda decorar las paredes de las habitaciones con papel pintado de color verde intenso, que se obtenía a partir de pigmentos elaborados con arsénico y cobre. Se conocía en toda Europa como verde Scheele, en honor al químico sueco Karl W Scheele. Su fabricación era sencilla y muy barata, siendo asequible a todos los bolsillos.

Mary Magdalena (1859), de Frederic Sandys, muestra un fondo de papel tapiz verde esmeralda que pudo contener arsénico Delaware Art Museum

Desgraciadamente no se contó con que la humedad y la temperatura de las estancias favorecían el crecimiento de hongos y bacterias en aquellas paredes y que algunos de esos microorganismos transformaban el arsénico en trihidruro de arsenio, un gas incoloro, inflamable y altamente tóxico.

Las intoxicaciones por este semimetal fueron relativamente comunes en aquella época y no es difícil encontrar en los periódicos caricaturas de imágenes de esqueletos, que lucen trajes de color verde esmeralda, rodeados de una nube de polvo venenoso.

El arsénico no fue el único elemento de la tabla periódica que hizo estragos en los confiados burgueses del siglo XIX, también tuvo su parcela de responsabilidad el plomo.

En aquella época los juguetes infantiles estaban esmaltados en vivos colores para atraer la atención de los más pequeños. Estos esmaltes llevaban elevadas concentraciones de plomo, que producía en algunos casos un envenenamiento crónico –saturnismo-, que dañaba el aparato digestivo y el sistema nervioso de los niños.

El enemigo número uno de los médicos

Las mujeres abandonaron las capas de enaguas almidonadas de sus abuelas y las sustituyeron por la crinolina o miriñaque. Básicamente consistía en una estructura rígida en forma de jaula sobre la cual se disponía la falda del vestido, de forma que adoptase una silueta acampanada.

El principal problema de este artilugio era que podía prenderse con facilidad si se aproximaba a una fuente de calor y era prácticamente imposible deshacerse de él en esa situación. Se estima que en esa centuria fallecieron más de cuarenta mil mujeres en todo el mundo a consecuencia de las quemaduras ocasionadas por llevar crinolina.

La moda victoriana impuso otra prenda femenina, el corsé. Si hacemos caso de un artículo científico -publicado en 1874- este atuendo era el responsable de hasta noventa y siete enfermedades diferentes. En ese listado se incluían trastornos como el llamado “pecho jadeante”, las indigestiones, los mareos, las hemorragias internas, algunos estados de histeria e, incluso, la melancolía.

El biberón asesino

En el siglo XIX se introdujo en los hogares el gas como fuente de luminosidad y calefacción. Como es fácil suponer su uso no contaba con las medidas de seguridad actuales, los sistemas carecían de llaves de paso y el control del caudal dejaba mucho que desear.

Si repasamos la hemeroteca de la época no nos costará trabajo descubrir noticias en las que se detallan explosiones nocturnas y muertes “silenciosas” de todos los miembros de la familia.

Los bebés tampoco eran ajenos a los peligros del “progreso”. La revolución industrial supuso un cambio social de primer orden, se abandonó la artesanía y se dio paso a la industria. Los modelos de los biberones, hasta ese momento de estaño, plata, madera o cerámica, fabricados en monopiezas y difíciles de limpiar, se fueron arrinconando.

Dejaron paso a modelos diseñados en dos partes –cuerpo y tetina- más higiénicos y fabricados a gran escala. El acceso a este tipo de biberones trajo de forma añadida un cambio social, desaparecieron las nodrizas -las amas de leche- y surgieron las “niñeras”, que no tenían entre sus competencias la lactancia materna y, por tanto, su salario era menor.

Biberón Robert, publicidad de 1882 Wikipedia

Uno de los biberones más populares fue el de Edouard Robert, consistía en un tubo largo provisto de un frasco en su interior y un tapón perforado por el que pasaba un conducto externo de caucho conectado a una tetina.

Su diseño era revolucionario pero su limpieza era enormemente dificultosa, por lo que se convertía en un verdadero zoológico de microorganismos. No tardó en conocerse vulgarmente con el nombre de “biberón asesino”. Tal era la mortalidad asociada a su uso que en 1910 fue prohibida su comercialización.

En fin, esta es sólo una muestra de las modernidades que se incorporaron en los hogares del siglo XIX y los peligros que llevaban parejos.

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.

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