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Bernard Malamud, una bomba de relojería
Aunque ocupe un segundo plano, Bernard Malamud está a la altura de los grandes autores norteamericanos. Sus «Cuentos reunidos» son su antología total
rodrigo fresán
Basta y sobra con recitar un puñado de títulos de relatos –«El tonel mágico», «Angel Levine», «La corona de plata», «Los dolientes», «El último mohicano», «Los idiotas primeros», «El pájaro judío», «El caballo que habla», «El sombrero de Rembrandt», «He aquí la llave», «El hombre ... del cajón»– para definir estos Cuentos reunidos como t odo un acontecimiento literario . Y luego, enseguida, descorchar botellas, incendiar los cielos con fuegos artificiales, y dejar de leer esto para comenzar a leer aquello: el libro en cuestión. Pero la cosa no es tan sencilla, porque quien firma esta poderosa antología total –todo lo que publicó en formato breve entre 1940 y 1984– es Bernard Malamud .
Y Bernard Malamud (Brooklyn, 1914-1986) es un caso atípico y un espécimen extraño. Al igual que su contraparte wasp John Cheever a lo largo de buena parte de su vida y carrera, Malamud gozó del respeto de sus colegas, recibió galardones más que respetables (dos veces el Nacional Book Award, una el Pulitzer, otra el O. Henry, y su propio apellido da nombre al prestigioso PEN/Malamud Award), pero nunca llegó a ser elevado del todo a esos altares de los que nunca se desciende.
Despertó la admiración de sus colegas. Philip Roth lo consideraba su maestro
Varias hipótesis para semejante injusticia. Malamud era retraído, poco sociable y nada interesado por las intrigas de la intelligentzia . Malamud era un escritor «de lo judío» porque, aseguraba, «todos los hombres son judíos». Y, entre esos todos, «vistosos» colegas de raza como los premios Nobel Isaac Bashevis Singer y Saul Bellow : uno y otro adueñándose alternativamente de los mitos del Viejo Mundo importados al Nuevo Mundo y de la gran picaresca de ideas. Si sumamos a sus nombres el del más joven Philip Roth –con sus transgresoras piruetas metaficcionales–, se comprenderá por qué Malamud parece ese invitado en el rincón de una fiesta.
Marcado por una infancia con padre sufrido y madre enloquecida, Malamud era lento escribiendo. Y, para bien o para mal, la temática de sus novelas era siempre sorprendente, imprevisible, y no ayudaba a catalogarlo con precisión. Así, podía pasar a la Rusia zarista, a la mística arturiana en estadios de béisbol, a la novela de campus, a la lucha inmobiliaria de dos escritores en pugna, a la ciencia-ficción con kaddish final, al western étnico, y a los blues de un biógrafo bloqueado y en celo. Nada le era ajeno y, sin embargo, en perspectiva, todas sus ficciones largas parecen acabar brindándonos una consistente y muy particular visión del universo.
Un pedazo del Sueño Americano
En la corta distancia, en cambio, Malamud parece algo más tradicional y realista: el amor como expulsión del Paraíso y entrada al Infierno; la desesperada cultura del trabajo; inmigrantes torturados y comerciantes en lucha por hacer suyo un pedazo del Sueño Americano entre el insomnio de la Depresión, el Capitalismo y el Holocausto; el mediocre escritor con problemas; el divorciado culposo; el desmadre pictórico de los varios sketches a cargo del artista perdedor y expatriado Arthur Fidelman; la alegoría hasídica y mágica transplantada de Praga a Manhattan y, cerca del final, la experimentación de «historias biográficas» girando alrededor de las figuras de Virginia Woolf y Alma Mahler. Despachos, todos, de un resignado humanista que se las arregla para fundir y confundir las influencias de Isaac Babel, Nathaniel Hawthorne, Antón Chéjov, Ernest Hemingway y hasta Samuel Beckett en algo suyo y solo suyo.
Era retraído y antisocial. No le interesaban las intrigas de la intelligentzia
Pero nada de todo esto –que es mucho y que despertó la admiración de firmas como la de Flanney O’Connor o del ya mencionado Roth, quien lo consideraba su maestro y tomó prestados rasgos de Malamud para el E. I. Lonoff al que rinde culto el aprendiz de brujo Nathan Zuckerman– parece haber sido suficiente para arrancar de las sombras la luz encandiladora de Malamud . La reciente reedición en Estados Unidos de sus novelas prologadas por nuevas estrellas como Jonathan Lethem, Aleksandar Hemon y Jonathan Safran Foer; la publicación de un precisa biografía a cargo de Philip Davis; o la delicadamente implacable memoir de su hija Janna Malamud Smith, no parecen haber producido gran efecto. En España, se han rescatado no hace mucho El dependiente (cuya temática y escenario aparece en varias de estas piezas), El reparador y Las vidas de Dubin , y se anuncian futuras revisitaciones. Y aún así… Está claro que vivimos en un mundo imperfecto, lo que no nos disculpa de la posibilidad –siempre al alcance de la mano y de los ojos– de leer en un mundo perfecto. A ver si ahora, a ver si aquí.
Cada texto, tres veces
Estos Cuentos reunidos –de los que se echa en falta el clarificador prólogo de Robert Giroux en la versión original de Farrar, Straus and Giroux, publicada póstumamente en 1997, tras una primera antología personal que, en vida del autor, editó Plaza & Janés en 1983– son una nueva oportunidad de descubrir o de redescubrir a un genio tímido y discreto, más clásico que anticuado , cuya prosa tiene el efecto de pequeñas y profundas bombas de relojería. Malamud escribía cada texto tres veces: «La primera para comprenderlo, la segunda para mejorar el estilo, y la tercera para obligarlo un poco más a decir lo que aún no ha dicho del todo». Y se nota.
Lo de antes, lo del principio, no sigan perdiendo el tiempo con estas líneas, vayan a esas páginas: «El tonel mágico», «Angel Levine», «La corona de plata», «Los dolientes», «El último mohicano», «Los idiotas primeros», «El pájaro judío», «El caballo que habla», «El sombrero de Rembrandt», «He aquí la llave», «El hombre del cajón», y cuarenta y cuatro más.
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