Despotismo e islamismo
Si en el mundo árabe hubiera elecciones libres, en todos los países de la región ganarían los Hermanos Musulmanes o partidos islamistas similares. La Hermandad se convirtió en una fuerza arrolladora tras la humillante derrota ante Israel en la Guerra de los Seis Días, en ... 1967. Aquel fue el principio del fin del nacionalismo nasserista. En un mundo árabe caótico, estancado y acomplejado, los Hermanos Musulmanes lograron conectar con las clases medias vinculando la renovación política con la regeneración espiritual, clamando contra la corrupción y prometiendo un edén de orden, virtud y limpieza gracias a las enseñanzas del Corán.
Los Hermanos Musulmanes no son Al Qaida. Su partido no nacíó en una mezquita, sino en un café de El Cairo. No son unos iluminados y creen que el poder se conquista con paciencia política y no con bombas. Pero sí son tremendamente reaccionarios. Abogan por la segregación de sexos (para mayor protección de la mujer, dicen). Por el hiperpuritanismo ahora en boga en el islam. Por la adecuación de las leyes al Corán. Y sus sectores más radicales cuestionan los acuerdos de paz con Israel con una belicosa verborrea.
Las apoltronadas satrapías que gobiernan en la mayoría de los países árabes se autojustifican como diques de contención del islamismo. Hasta ahora, el argumento ha colado. Pero el tiempo pasa y el caos, la corrupción, el estancamiento, la humillación, la falta de perspectivas, la hipocresía institucionalizada y los horizontes de miseria se convierten en un propicio caldo de cultivo para un islamismo mucho más irracional y violento que el de la Hermandad. Esos regímenes adocenados son una bomba de relojería, dispuesta para estallar en unos arrabales en los que la violencia se incuba al fuego lento del resentimiento. Pero por aquí preferimos seguir mirando hacia otro lado.
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