«Felipe II pudo ser amante de la Princesa de Éboli por su incontenible furia erótica»
«Yo quería haber sido santa. No me han dejado. Vuelvo al mundo. Que el mundo se prepare». Ana Mendoza de la Cerda, esposa a sus doce años de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, privado de Felipe II, fue mujer de una personalidad ... increíble que ha cautivado por «su belleza, porvenir y desamparo» al historiador Manuel Fernández Alvarez, que reconstruye su biografía y limpia su imagen «maltratada» en «La princesa de Éboli» (Espasa). «Al personaje poderoso le gusta demostrar que es poderoso. Felipe II quería muchísimo a Ruy Gómez de Silva, y casarse con una dama de la alta nobleza era un «tour de force»»
-¿Fue la Princesa de Éboli amante de Felipe II?
-Pues muy probablemente fue su amante, porque el Rey tenía una furia erótica incontenible con cada dama de la Corte que veía. Y, claro, que fuera la Princesa de Éboli la mujer de su privado no era obstáculo para él. Lo que pasa es que pruebas concluyentes no existen. Hay indicios bastantes abundantes. Y quizás eso es lo que hace vulnerable al Rey, porque hay algo suyo íntimo que Felipe II no quiere que se sepa. Y algo íntimo suyo, en el que él es vulnerable, y que lo sabe ella. Por eso no quiere ni remotamente que haya un juicio, por si la Princesa acaba siendo detenida y habla.
Desafortunada intervención
Pudiera ser, sostiene el profesor Fernández Álvarez, que el afán de la Princesa de Éboli por meterse en las intrigas de la Corte le llevara a una desafortunada intervención en alguna cuestión de gran calado. Ella pierde la gracia regia hacia 1564: «Otra interrrogante se alza en torno a si tuvo algo que ver con el asesinato de Juan de Escobedo [secretario de don Juan de Austria, el hermano del Rey]. Cuando el Rey la incapacita, motu proprio, es evidente que tenía razón al acusarla de manirrota y que con sus derroches ponía en grave riesgo la hacienda de sus hijos». No cabe duda para el admirable investigador: «Felipe II quería el silencio de la Princesa. Y a toda costa. Lo cual sólo podía conseguir vulnerando las más elementales normas de la Justicia y con un rigor cada vez más fuerte, hasta el punto de rayar en la crueldad». Pero, ¿de qué tenía miedo Felipe II? ¿Qué le preocupaba de lo que pudiera decir en un hipotético juicio público? Sospecha don Manuel Fernández Álvarez que sería algo que afectase a aquella primera etapa de su vida como Rey y a las relaciones íntimas que entonces pudo haber entre él y la Princesa: «Si hemos de creer a Antonio Pérez, la clave estaría en que el Rey había querido cortejar a la Princesa y había sido rechazado. Pero una cosa es cierta. La Princesa proclamaba su inocencia, que no había cometido jamás delito alguno. Cuando ronda los 40 se encapricha, más que se enamora, de Antonio Pérez... Estamos ante la dama más atractiva de la Corte de Felipe II, la amiga de la Reina, la esposa del privado del Rey, aupada al principio por el propio soberano y arrojada después sin compasión a la más siniestra prisión. Cuando acudimos a Pastrana y entramos en el Palacio Ducal de la Princesa nos parece estar escuchando sus sollozos y gemidos... A sus 52 años, la muerte se mostró más clemente que el Rey y Ana era finalmente libre».
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