El último dinosaurio
LA vieja foto del «clan de la tortilla», icono felipista de la refundación del PSOE tras una larga posguerra de exilio y silencio, ha virado al sepia borroso de una cierta arqueología política, pero ahí está él, intacto aún, tornado al alegre palcolor de un ... poder sin cortapisas. Los grandes paquidermos de las autonomías -Pujol, Fraga, Ibarra- han ingresado poco a poco en el cementerio de elefantes, y toda la nomenclatura de los últimos treinta años desfila hacia el retiro y la nostalgia en una lenta pero implacable glaciación generacional. Y ahora le llega al turno a Ibarretxe, que sólo lleva diez años pero representa las tres décadas de dominio nacionalista vasco; sólo queda él, Manuel Chaves González, aferrado a su longeva hegemonía a contraviento del tiempo y la memoria, maquillado de actualidad como un moderno Dorian Gray que sólo viese envejecer a su retrato. El último virrey.
Acaso en el despacho desde donde apacienta con comodidad cortijera una hegemonía cuasi vitalicia -que es también el eterno fracaso del PP, perdedor recurrente de mil y una intentonas, perenne alternativa frustrada de un régimen indesgastable-, Chaves haya sentido estos días la leve cosquilla de la duda ante las encuestas que indican el creciente hastío ante su larga égida. Un declinar pausado, una erosión parsimoniosa pero constante, una suave marea de hartazgo latente en la corriente de un pueblo resignado pero no insensible al tedio ni a la rutina. Seguir o no seguir: he ahí el dilema. Arriesgarse a la dolorosa experiencia de una jubilación forzada o sacudirse el marasmo y buscar un relevo que vigorice el declive. Apalancarse en la herrumbre palaciega de su califato, en el cómodo aburrimiento de la gobernanza, o ponerse fecha de caducidad para salir con la hoja de resultados intacta.
Por eso puede que no sea Chaves, a fin de cuentas, el dueño último de su ya corto futuro; acaso una llamada de Moncloa, un brazo sobre su hombro y unas palabras amables pero heladas le comuniquen más pronto que tarde la necesidad de elegir el día y la hora. El futuro, Manolo, le dirá quién decírselo puede; ha llegado el momento de pensar en el futuro.
Hasta hoy, el futuro era él, como el presente, como el pasado; un silencioso reloj de arena que marcaba la cadencia de los días iguales bajo una galbana de poder sin sobresaltos. Pero en la amarillenta foto de la tortilla empieza a aparecer un halo de abotargamiento sobre su propia efigie, la única que desafiaba la evidencia del tiempo y de la Historia. Es probable que al comprobarlo, Chaves haya sentido un breve escalofrío de inquietud, todavía pasajera; al fin y al cabo, como decía el jefe de la tribu de Astérix, otro dinosaurio encastrado en un caparazón de irreductible autoestima, el cielo acabará desplomándose sobre su cabeza, pero eso no tiene por qué suceder mañana.
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