artes&LETRAS
El Greco en el siglo XVIII
Los neoclásicos repudiaron el estilo personalísimo de El Greco, pero también el siglo XVIII, crítico, ilustrado, supo ver en El Greco la altura de un gran artista

El signo de la recepción de El Greco como artista y como hombre en el siglo XVIII es de todo punto inequívoco. La visión oscilante, paradójica a veces, contradictoria por pasajes y según autores que hemos visto que se tuvo del Cretense en el XVII pasa a ser, en la centuria posterior a su muerte, un largo catálogo de dicterios y tópicos cuando no un olvido a propio intento que deja bien a las claras la actitud desdeñosa con que la Ilustración y el Neoclasicismo trató a El Greco. Parece, en cualquier caso, lógico que quien se mostró, en vida, con una envanecida diferencia con respecto a lo ordinario, entendida por casi todos como extravagancia, quien legara una obra en que la desproporción y la confrontación de luces próximas al claroscuro que diferían tanto de la armonía luminosa del Renacimiento, no fuera tenido por artista modélico por parte de quienes preconizaban la reinstauración de los principios del equilibrio clásico. La accesibilidad franca al mensaje didáctico que debía mostrar toda obra de arte para ser considerada como tal, su funcionalidad pedagógica, pragmática, sujeta al rígido precepto horaciano de docere et delectare hacía de El Greco el anti-tipo del nuevo clasicismo. Por otra parte, la doctrina que instaba al retorno del naturalismo mimético clásico, al regreso anacreóntico a una Arcadia feliz que debía ser el escenario –o la realidad única– de cuanto se plasmara en el lienzo estaba muy alejado del universo de El Greco , que había abandonado esa naturaleza contemplativa tan renacentista no sólo por el dictado de la Contrarreforma que, a su vez, había tachado esa actitud como herética, sino también porque los paisajes del Cretense, sombríos, nocturnos, desvaídos en sus perfiles y violentamente confrontados en sus colores, eran el marco perfecto para reproducir el mundo de las ideas, de las creencias, de los sentimientos más entrañados, en definitiva, el reino interior.
El primero de los tratadistas dieciochescos en los que debemos detenernos es, acaso, el más importante de todos ellos. Nos referimos al sacerdote y tratadista Antonio Palomino, el Vasari hispano, autor de una obra magna, fuente historiográfica insoslayable: Museo pictórico y escala óptica, editado en cuatro volúmenes entre 1715 y 1724 de entre los cuales se ha estimado como más importante el tercero, «El Parnaso español, pintoresco y laureado», un listado de biografías de artistas plásticos españoles de los siglos XVI y XVII, con una profusión de datos tan exhaustiva y extensa como es inherente al espíritu del siglo. El juicio de Palomino parece un eco de los emitidos sobre El Greco en el siglo XVII: se detiene en su condición de discípulo de Tiziano al que, al desligarse de su taller, «trató de mudar de manera, con tal extravagancia que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color». Como se ve, la extravagancia, como sello diferencial, había adquirido calidad de tópico incluso a los ojos del más importante estudioso del periodo. Llama la atención José Manuel Pita Andrade – a quien seguimos – sobre la contradicción en la que parece incurrir Palomino cuando, de manera indudablemente voluntaria, omite reiteradamente el nombre de El Greco en muchos pasajes de su tratado donde el Cretense hubiera podido tener cabida por su valía y por los criterios empleados por el erudito en su obra. Se sorprende, igualmente, Pita Andrade de la incongruencia de Palomino al exponer una opinión sobre El Greco que bordea el vilipendio y, sin embargo, pese a que comienza su comentario, muy negativo, sobre El entierro del Conde de Orgaz se refiera al Cretense como «gran pintor». Aún otro aspecto más es digno de destacarse en los referido por Palomino sobre El Greco; en la parte de su estudio dedicada a Velázquez señala: «En los retratos imitó a Dominico Greco, porque sus cabezas en su estimación nunca podían ser bastante celebradas; y a la verdad tenía razón en todo aquello, que no participó de la extravagancia en que deliró a lo último: porque del Griego podemos decir que lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor; y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor.» Esta cita, la más famosa de Palomino en cuanto a El Greco, deja entrever un posicionamiento crítico que causa perplejidad en un hombre perteneciente al Siglo de las Luces, que, no obstante su capacidad de penetración y su agudeza de análisis, en lo concerniente a nuestro pintor, se limitó a reproducir un lugar común más que controvertible. Pese a ello, las palabras de Palomino se aceptarían como magister dixit por mucho tiempo; así, por ejemplo, en el caso de Francisco Preciado de la Vega y su Carta a Giambattista Ponfredi sobre la pintura española vuelve sobre la pertenencia de El Greco a la escuela de Tiziano y, aun reconociendo su capacidad, lo califica, una vez más empleando adjetivos como «ridículo» y «extravagante». Del mismo modo, sigue a Palomino Gregorio Mayans y Siscar en su Arte de pintar, donde una vez más menciona la filiación del Candiota con Tiziano, pondera sus facultades como retratista, y matiza que no desarrolló tal potencialidad. Coetáneo es Eugenio Llaguno, quien, con tanto voluntarismo como escasa solvencia, afirma: «No hubo tal mudanza de manera, sino que siguiendo siempre una manera árida y confusa, le salieron buenos los cuadros que hizo con mucho estudio y consideración, y malos y aun abominables los que hizo solo para salir del día».
Mención aparte merece el Viage de España de Antonio Ponz, la monumental obra epistolar compuesta a petición del Conde de Campomanes. Las cartas en que Ponz recoge su opinión sobre El Greco, aun aceptando su archisabida extravagancia, ensalzan su «manejo de colores, inteligencia de luces y otras cosas que, con razón, atraen la curiosidad». Estas palabras son suficientemente ilustrativas de cómo el talante crítico de Ponz, pese a conservar cierta servidumbre con respecto a la obra de Palomino, deja traslucir ya el talante crítico y la capacidad de dilucidación de un hombre de su tiempo. Y parece haberse sacudido por completo la rémora de Palomino cuando se detiene a glosar la obra de El Greco en Santo Domino el Antiguo: «Le aseguro a usted que solamente estas pinturas son bastante para constituir al Greco en el más alto grado de reputación entre los pintores»; si bien vuelve a la tan traída extravagancia al referirse a las obras compuestas en Madrid (el retablo de la Iglesia de Santa María de Aragón), que confronta con la elevación y grandeza de las que pueden contemplarse en Toledo.
El siguiente ilustrado que nos ha legado opinión propia sobre El Greco, de acuerdo con Pita Andrade, es Gaspar Melchor de Jovellanos. Sabemos de él que el marqués de la Florida, director de la Real Academia de Bellas Artes, como académico de honor de esta institución en junio de 1780. Por ser distinguido por esta designación, y, pese a que Jovellanos no frecuentaría la Academia, le fue encomendado una alocución para el premio concedido por la entidad en 1781. Así nació el Elogio de las bellas artes, de julio de 1781, obra en la que, como lo había hecho Ponz, Jovellanos se refiere en muy distintos términos a la obra de El Greco llevada a cabo en El Escorial, y la acometida en Toledo. Con referencia a lo hecho en nuestra ciudad, Jovellanos reconoce en la aportación de El Greco «mucho esplendor a las artes toledanas», honor que le hace «a pesar de su seco y desagradable estilo». Sin embargo, se detiene mucho menos a ponderar el talento de El Greco que su empeño en elevar la dignidad de la pintura hasta su estimación como una de las artes liberales, para lo cual, Jovellanos vuelve sobre el episodio del litigio de Illescas. Nos quedamos con su afirmación de que El Greco es más un «idealista» que un «naturalista» pintor.
Bajo la tutela de Jovellanos estuvo Juan Agustín Ceán Bermúdez, autor de un muy celebrado Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España, editado en seis volúmenes, con el que se cierra el siglo, pues se publica en 1800, y, consecuentemente, último apunte con el que nosotros cerramos nuestro recorrido. Nada nuevo encontramos en la obra de Ceán que previamente no se dijera en su siglo sobre El Greco. Sus palabras acerca del pintor de Toledo adoptan una postura fluctuante entre el elogio a su capacidad y los consabidos calificativos: «desabrido, extravagante».
En síntesis, el siglo XVIII, neoclásico, repudió el estilo personalísimo de El Greco, pero también el siglo XVIII, crítico, ilustrado, supo ver en El Greco la altura de un gran artista. Deberemos esperar todavía un largo periodo para que Manuel Bartolomé Cossío nos brindara una imagen revivificada del pintor; por medio, un siglo XIX en que la admiración y la fascinación crecían al compás al que avanzaba la centuria.
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