El Greco en el Modernismo (I)
Santiago Rusiñol recibió el relevo de Zuloaga de continuar en la tarea de devolver al Greco el lugar que le habían hurtado
por antonio illán illán y óscar gonzález Palencia
Justo es – como hemos escrito en anteriores entregas -, atribuir a Zuloaga un protagonismo verdaderamente hegemónico en la revalorización de El Greco enmarcada en los movimientos artísticos de finales del siglo XIX. Suya fue la dignidad de difundir, con persuasiva y pugnaz pasión, ... las excelencias de un genio arrumbado por la incomprensión y los prejuicios.
Es también de justicia situar a Santiago Rusiñol como continuador aventajado y pasional del pintor vasco, con el que compartió estudio en París, y del que recibió el relevo en la tarea de devolver a El Greco al lugar canónico que le habían hurtado dos siglos, sino de desdén, sí de cierto olvido. Escribe Vinyet Panyell: «Fue Rusiñol, sin la menor duda, quien contribuyó a valorizar la obra de El Greco a principios de la última década del siglo XIX cuando adquirió en París dos de sus cuadros, Las lágrimas de san Pedro y Magdalena penitente con la cruz . A partir de entonces, El Greco se convirtió en uno de los máximos exponentes de la modernidad y uno de los principales activos del Modernismo, a la vez que Rusiñol se erigía en su promotor más importante». No se trata de defender que Rusiñol completara, en el Modernismo, un proceso iniciado por Zuloaga en el seno artístico del grupo del 98, sino de exponer cómo el pintor vasco de manera individual primero, y simultáneamente con el creador catalán después, conformaron una díada a la que se fueron uniendo, de manera progresiva, los más grandes creadores españoles –muy particularmente, vascos y catalanes–, ramificados en las dos manifestaciones citadas, procedentes de ese tronco común al que se ha convenido en llamar arte finisecular . Este cúmulo de grandes artistas, que comparecieron en París convocados por las tendencias más avanzadas del arte de su tiempo, y que se postraron ante El Greco con la actitud reverencial que se reserva a los maestros, lo completa Pablo Ruiz Picasso (d e quien ya hemos hablado en estas página y sobre el que volveremos) .
El Greco en el Modernismo catalán
Reiteramos que la primera y máxima responsabilidad ejercida en la acción de sacudir el polvo del olvido de la figura de El Grec o, dentro del rico y nutrido Modernismo catalán, es Santiago Rusiñol y Prats, ejemplo modélico del creador entregado por entero a su actividad y a la bohemia que parece inherente a tal ocupación en su tiempo, y a la que se dio sin medida tras manumitirse de la autoridad de su abuelo –por la muerte de éste en 1887-, que ejerció sobre el Santiago niño una tutela, tras la temprana muerte de los padres, en forma de autoritarismo incontestable que le hubiera obligado a ocuparse del negocio familiar, menester muy alejado del otium antiburgués en que Santiago Rusiñol encontró su plenitud. Sólo una atadura quedaba por romper, la de su matrimonio con Lluïsa Denis, a la que se había unido un año antes del fallecimiento del abuelo y con la que había emprendido su viaje de luna de miel en lo que representa el primer contacto con una ciudad que habría de ser fundamental en el desarrollo de su vida y de su obra: París. Tenemos, por lo tanto, a un Rusiñol libre de ataduras en el año 1887, fecha en que inicia un nuevo viaje, a la búsqueda de sí mismo, en carro, por toda Cataluña, en compañía, esta vez, de dos de sus grandes amigos: el también pintor Ramón Casas y el escultor Enric Clarasó , con quienes había expuesto, en el año 1884, por primera vez, en la Sala Parés de Barcelona. Este nuevo viaje debía ahondar una búsqueda que había tenido sus comienzos en años precedentes, y que había permitido compilar piezas de anticuario, mayormente de hierro, pero también de cerámica y de vidrio, testigos mudos de un arte popular que yacía en una latencia digna, según las aspiraciones de Rusiñol, de una regeneración, de una nueva renaixença, que vendría con el Modernismo que él mismo encabezaba, flanqueado por Casas y Clarasó, con quienes arrienda, en el mismo año 1884, unos bajos en la calle Muntaner de Barcelona, habilitado como estudio pictórico y taller de escultura, pero también concebido como espacio para albergar los «hierros viejos» de Rusiñol; esto será el primer Cau Ferrat.
En el propio año 1887, Casas y Rusiñol habían vuelto a exponer en la Sala Parés, y el juicio de la crítica no había sido favorable. Ese mismo año, Casas había conocido a Zuloaga en París . Es una hipótesis verosímil estimar que la reacción del joven y pasional Rusiñol ante una crítica que rechazaba su obra, fuera un nuevo conato de encauzar su ansia de encontrar nuevos modelos expresivos. Es probable que fuera este impulso el que lo llevara a París de la mano de Casas en el año 1889, al igual que lo instaría a viajar, un año antes, por toda Cataluña, sobre un carro, en busca de la esencia de la tierra, del espíritu del paisaje, viaje cuyas vivencias quedaron recogidas en Cataluña (desde mi carro), crónica lúdica de aquel periplo, con apuntes y dibujos de ambos artistas.
Pero centrémonos en el viaje a París del año 1889, pues en él reside el encuentro clave entre Rusiñol y Zuloaga , que habría de dinamizar el proceso de promoción de El Greco como genio redescubierto por las nuevas generaciones de creadores. El campo abierto que se abriría ante Rusiñol cuando el París bohemio y agitado de fin de siglo se erigiera ante sus ojos debió de ser enorme. Pronto se imbuyó de las tendencias simbolistas, de la vagarosa melancolía, del spleen , que impregnaba los lienzos y las páginas, pero, sobre todo, habría de experimentar un verdadero fulgor interior cuando Zuloaga presentara ante sus ojos la obra de El Greco , también de trazo vagaroso, también de tono melancólico, también con una indefinida y sugestiva espiritualidad que fijaba el rumbo del nuevo arte. Aun aceptando que tal encuentro no se produjera hasta el otoño de 1893, fecha de un nuevo establecimiento de Rusiñol en París, esta vez en un piso en l’Île de Saint-Louis , en Quai Bourbon , 53, junto a Zuloaga y Pablo Uranga, es obvio que Rusiñol había encontrado el camino, un itinerario personal y artístico que comenzaba a recorrer ahora, en el que comparecían un maestro indiscutible con un legado de tres siglos, con respecto al cual las nuevas tendencias parecían marcar una línea de continuidad natural. Así, a la labor proselitista iniciada por Zuloaga , se agregaría ahora el respaldo impetuoso de Rusiñol no sólo en los grupos locales frecuentados por el pintor vasco – recordemos su frecuente trato con creadores como Toulouse-Lautrec, Degas, Gauguin … -, sino también en el halo grequiano que Rusiñol infundiría a Francisco Durrio, el propio Ramón Casas, Miquel Utrillo, o Ramón Pichot, autores todos ellos de capital importancia en la consolidación del Modernismo.
A la labor proselitista iniciada por Zuloaga se agregaríala de Rusiñol
Rusiñol había recibido, en suma, el definitivo refrendo para imprimir un empuje final al Modernismo, lo cual hizo, primero, con la publicación de la revista L’Avenç (El Adelanto) , juntamente con sus íntimos Ramón Casas y Enric Clarasó , y el crítico de arte Raimon Casellas, durante el periodo comprendido entre 1889 y 1893. Paralelamente, entre los años 1890 y 1892, plasma la vida bohemia parisina con crónicas literarias remitidas a La Vanguardia en forma de cartas al director, bajo el título genérico de Cartas desde el Molino, en referencia al Moulin de la Galette, el emplazamiento de Montmartre que había elegido como residencia, junto a su inseparable Casas y a Ramón Canudas, el músico genial Erik Satie, que lo haría adentrarse en el Simbolismo, y al que retrataría. En medio de este fecundo proceso de indagación y creación, descubre, en el verano de 1891, la localidad de Sitges, donde se entrega a la pintura de sus patios azules, en consonancia con la actividad artística de una comunidad de artistas locales, los llamados pintores luministas , de tal manera que, inserto en esta actividad, localiza unas casas de pescadores que adquiriría y remodelaría para conformar el Cau Ferrat, una especie de casa-museo, destinado a la hospitalidad hacia todo creador, cuyo proceso de construcción fue como sigue: en 1893, Rusiñol adquiere dos casas de pescadores (can Sin y can Falua) que unió y cuyas fachadas fundió en una sola bajo el estilo neogótico impreso por el arquitecto Francesc Rogent y Pedriza . Es importante añadir, para comprender hasta qué punto este espacio sincrético y versátil se convirtió en el ámbito donde confluyeron todas las obsesiones de Rusiñol, que se le agregaron las ventanas del viejo castillo gótico de Silos, desechadas cuando, sobre el mismo emplazamiento donde estaba radicado el castillo, se levantó la sede del Ayuntamiento de la localidad. Este último dato es relevante en tanto que, a Rusiñol, Silos le pareció un espacio fascinante desde el momento mismo en que vio por primera vez esta localidad, en el año 1844, de lo que es suficientemente revelador el hecho de que fuera allí donde celebrara una gran exposición en 1892, celebración que hoy es considerada como el prólogo a las fiestas modernistas que tendrían lugar en Sitges. En definitiva, el pintor catalán había logrado erigir un refugio para el arte modernista y para esos «hierros viejos» que encerraban el espíritu artístico popular del artesano anónimo, que él había custodiado durante años. Sobre esos mismos objetos de forja que darían nombre al nuevo templo del Modernismo volvería Rusiñol en la conferencia pronunciada en el ateneo de Barcelona en el año 1893, con el título de «Mis hierros viejos».
Será a Sitges a donde Rusiñol lleve en «procesión» simbólica los dos cuadros de El Greco que compró en París por recomendación de Zuloaga. Pero esto lo escribiremos en una próxima entrega.
El Greco en el Modernismo (I)
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