artes&Letras
El Greco y Picasso (I)
Fue Gustave Coquiot, crítico, una de las primeras personas con las que Picasso trabó amistad en París, quien hizo notar que el periodo azul de Picasso tiene su génesis en la pintura del cretense
Es conocida la influencia que El Greco ejerció sobre los artistas de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX. Sobre ello, publicamos un artículo en estas mismas páginas. Hoy completamos esa visión general, sintética, con otra más analítica e individualizada, la que centra la perspectiva sobre la huella del Cretense en el que tal vez fuera el creador más genial y rupturista de los Ismos y, quizás, de todo el siglo XX: Pablo Ruiz Picasso.
La huella de El Greco en Picasso es tan apreciable y tan poco merecedora de duda como lo son las propias palabras del artista malagueño, además de las muchas muestras signadas en su obra que guardan una inequívoca correspondencia con la estela creativa fijada por El Greco como camino de un arte innovador, iconoclasta, seguido por muchos artistas plásticos en los inicios del siglo XX que ansiaban conformar esa nueva estética en el seno del «arte deshumanizado».
Las referencias de la crítica acerca de este encuentro de dos creadores que saltan por encima de las convenciones expresivas de su tiempo y también por encima de la distancia de los siglos que los separan son muchas. Del año 1916 es el ensayo de Frank Jewett Mather en que declara cómo los artistas de comienzos de siglo han exonerado a El Greco del ostracismo del desdén y del olvido en que había quedado postergado durante los tres siglos precedentes. Asimismo, Roger Eliot Fry hizo notar, en 1920, la imposibilidad de entender el arte que se estaba cultivando en aquella hora sin reparar en que El Greco constituía una base de la nueva estilística y la vocación de ruptura de las artes plásticas.
Parece indudable que la raíz bizantina del arte inicial de El Greco lo hacía enormemente atractivo, en su antinaturalismo, a los ojos de los artistas de la vanguardia, y ese ligamen se haría aún más estrecho cuando esos mismos artistas de la pasada centuria tomaron conciencia de que el Cretense evoluciona, en la búsqueda de su propio estilo, centrando su atención sobre el color y la luz, y desdibujando, con su trazo difuso y anguloso, un conjunto pictórico que camina hacia la abstracción tan anhelada por los artistas de las vanguardias.
Picasso y El Greco se encuentran
Si concentramos estos supuestos en la obra de Picasso, y nos planteamos hacer un pequeño parangón que permita comprobar la presencia de El Greco en la obra del artista malacitano, deberemos situarnos en la etapa formativa inicial del propio Picasso. Es ese muchacho, cuya primera formación queda bajo la tutela del padre, a la sazón profesor de arte, el que, conculcando la autoridad paterna, da muestras tempranas de su interés por un pintor, considerado extraño por algunos y preterido por muchos, entre los cuales se hallaba el propio padre del pintor de Málaga. Estamos en el año 1897. Picasso ingresa, por prescripción paterna, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando para cursar estudios en esta institución. Y es este Picasso jovencísimo, que ya deja columbrar muestras no sólo de un talento arrollador, sino también de su vocación iconoclasta, el que, aburrido de las clases de la Academia, acude, frecuentemente, al Museo del Prado, a encontrarse con un pintor que le ha cautivado: Picasso y El Greco se han encontrado.
Son muchas las ratificaciones con que contamos acerca de la verdadera epifanía creativa que supondría para Picasso el estudio detallado del arte de El Greco, así como el rechazo generalizado que suscitaba, todavía a finales del siglo XIX, la obra del candiota. Sirva para ilustrar este juicio una declaración de un amigo argentino de Picasso, compañero de estudios en su etapa de Madrid, Francisco Bernareggi y González Calderón, quien, en 1946, señalaría: «Porque Picasso y yo copiamos a El Greco en El Prado, algunas personas se escandalizaron y nos llamaron «modernistas»…Esto fue en 1897, cuando El Greco era una amenaza». Las palabras de Bernareggi son tan rotundas y significativas por sí mismas que obviamos toda glosa.
«Yo, el Greco»
El padecimiento de una enfermedad conduciría a Picasso de nuevo a Barcelona -donde se encontraba su familia- en el año 1898. Allí tomaría contacto con el círculo de artistas que frecuentaban el café Els Quatre Gats, y, con ello, no sólo no se relajaría su interés por El Greco, sino que, en contacto con Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Joaquín Mir Trinxet y Miquel Utrillo, todos ellos fervientes admiradores de El Greco, Picasso vio enardecida su veneración por el cretense. La proximidad afectiva y de intereses de Picasso a los modernistas catalanes y a la filosofía que inspiraba Els Quatre Gats es indudable –recordemos que fue en el local de Pere Romeu donde Picasso expuso, por primera vez en su vida, una muestra individual de su obra, en el año 1900. A esta etapa corresponden algunas composiciones de Picasso en que es muy perceptible el marchamo de El Greco, junto con los ecos del melancólico simbolismo que es signo diferencial del arte de fin de siglo. Son muchos los autores que han llamado la atención sobre este eclecticismo estilístico del Picasso finisecular, que compone pinturas como Retrato de Ángel de Soto, o Cabeza al estilo de El Greco, cuyos vestigios grequianos son tan incontestables por su rasgos pictóricos: la atemperada tristeza de las miradas, las cabezas verticalmente extendidas, los fondos oscuros, como –al menos en el segundo de los casos– por su propio título. Igualmente revelador resulta rastrear los dibujos del Picasso de ese periodo. En uno de esos estudios fechado en el mismo año que las dos obras anteriormente citadas, 1899, se pueden observar diferentes figuras junto a lo que tiene apariencia de un autorretrato en donde Picasso escribió «Yo, El Greco». Este documento es concluyente acerca de la atención - casi obsesiva, como atestiguaremos en un próximo artículo- con que el pintor malagueño se consagró a asumir la esencia de su maestro en la distancia.
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