PUES A MÍ ME GUSTA
BIENVENIDO y BIENVENIDO
A mi hija de 12 años no le gusta. Papá, dice, esto no es una fuente sino un trozo de río que han traído a la plaza. Un río sucio y soso. Las fuentes tienen que hacer cosas, lanzar chorros, levantarse por encima del suelo, ... ruiditos de salpicaduras. Cuando me lo dijo estábamos atravesando la plaza. Cuatro o cinco turistas hacían cola para meterse dentro con cuidado de evitar los ramajes más puntiagudos, aprovechaban el ciclo de desagüe, se arrodillaban y sonreían a la cámara que les estaba retratando.
Una pareja se hacía cruces y hablaba del horror de la obra a la vez que recordaba el jardín todo verde que había antes. Al llegar a casa, mi mujer tenía el Facebook lleno de críticas: plaza del Charco, sosería, no hay quien la entienda, es un foco de basuras que dará mucho trabajo a los barrenderos, cuidado con caerse dentro porque no se ve si vas despistado, los niños se meterán de patas y pobrecillos se resbalarán y se agujerearán las rodillas con ese manglar de acero y pinchos, no pega nada, mejor lo que había antes, una buena fuente de granito es lo que habría que haber puesto, carísima, con el dinero que ha costado se crearían no sé cuántos puestos de trabajo durante no sé cuántos días… Páginas y páginas digitales cubiertas de estos comentarios. Me costó encontrar una buena crítica en el periódico y, cuando la leí, no me enteré de nada.
Visto lo visto, soy de los pocos a los que les gusta la fuente de Cristina Iglesias. Pues sí, a costa de ir contra corriente, tengo que decirlo. Me gusta. No un poquito. Mucho. Creo que es la primera obra de arte contemporáneo que se ha instalado en los últimos 20 años en la ciudad que me gusta. También creo que ya iba siendo hora de que algo rompiese con las esculturas grotescas de rotonda.
Cristina Iglesias ha demostrado tres raras cualidades. La primera es el tesón, pues no debe resultar fácil encontrar la financiación privada y llevar a cabo un proyecto que se encona durante años. ¿Se podría haber gastado ese dinero en otra cosa? Pues sí, pero para eso alguien se tenía que haber ocupado de conseguir el dinero y destinarlo a un proyecto diferente. La segunda cualidad es la discreción.
No creo que en el caso de una artista situada entre los diez escultores más influyentes del mundo quepa hablar de modestia. Acostumbrado al afán de dejar improntas que domina en el mundo actual, a contar la creación en metros cúbicos de hierro o de hormigón, a construcciones erigidas como castillos de fuegos artificiales y al feísmo arraigado en nuestros municipios desde los años setenta, me sorprende encontrar un trabajo elegante que huye de los petardos de feria y se muestra discreto ante nuestros ojos.
La tercera es la ingenuidad. La fuente es un cúmulo utópico de deseos, la prueba física de cómo ha idealizado Iglesias a nuestra ciudad. Pues muy ingenua debe de ser al creer que la gente dejará libre su imaginación durante la media hora larga que tarda en dar una vuelta su ciclo de agua, al pensar que nadie mirará impaciente la pantalla de su móvil, al imaginar que tenemos todo ese tiempo para dedicarlo a nosotros mismos, a regodearnos en la naturaleza descarnada del lecho de un río de acero inoxidable patinado de verde, o que soportaremos mejor las luces chirriantes de la catedral al verlas reflejadas en una lámina de agua oscura, o que nos trasportaremos al río Tajo desde este pedazo atrapado entre adoquines de piedra, o que seremos capaces de mantener limpio el centro neurálgico del turismo de nuestra ciudad.
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