¿Para qué sirve esto?
No vengo aquí a llorar, vengo aquí a dar una voz, a deslizar el grito: escúchese al profesorado, pregúntesele
Diario de un profesor infeliz: Dickens en el instituto
ÁNJEL MARÍA FERNÁNDEZ
La siguiente carta se publicó en el diario La Rioja el 16 de mayo de 2021:
En tiempos de Solón, cuando los atenienses le preguntaban que por qué no tenía hijos, decía: «Por amor a los niños». Rafael Sánchez Ferlosio
Soy el único profesor ... que está harto? Digo harto por no citar la madera y decir hasta los cajones; no soy carpintero, soy profesor de Lengua. Siempre hay que dar ejemplo, ¿no? Estoy hasta los cojones de dar ejemplo. Si soy yo el único que está harto de ser profesor lo dejo y punto. Asunto solucionado. ¿Alguien más tiene ganas de abandonar el instituto muchos días, casi todas las semanas? ¿Esto ha sido así siempre? Las representaciones a las que uno asiste de lunes a viernes en el escenario del instituto, los diálogos y monólogos pueden ser inenarrables, se lo aseguro, tienen algo de mágico: no se alcanzan a comprender a menos que se escuchen y se vean, in situ, como en una corrida de toros.
Cuesta reproducir ciertos comentarios, ciertos comportamientos; en esa inefabilidad podríamos decir que hasta el más inepto (e inepta), maleducado (y maleducada), procaz, estúpido (y estúpida), insufrible chaval (y chavala) se parece a Dios: la vía unitiva. A Dios pongo por testigo (voy de la mística al cine, antes de que nos digan que la educación, como la cocina, la moda... es un arte), a Dios pongo por testigo que regresaré el lunes al aula y volveré a pasar hambre, y sed; hambre de buena educación y sed de conocimiento, la sed que tantas veces se echa en falta entre los pupilos. En realidad, me lo merezco.
En conversación alegre para el desahogo con amigos de mi edad con los que compartí aula, recordando nuestras horas de instituto, me dijeron: «Te está bien empleado, debe de ser el karma: tú eras un tocapelotas». Me revolví. Me recuerdo haragán, graciosete, pero no me recordaba molesto. No obstante, lo asumí. «¿Y maleducado?» – dije. «No, maleducado nunca». Solo en esta semana he escuchado a una alumna justificar que un compañero la insultara varias veces en una sesión: «Él habla así, no pasa nada. Es igual en todas las clases». He soportado que una alumna me afeara la imitación hiperbólica que hice de la mala educación de su compañera porque «ella habla así». «Hijo de puta (e hija de puta), tonto (y tonta), gilipollas, imbécil...» son algunas de las voces que cruzan cada mañana el aula igual que pajarillos de cabeza en cabeza.
No creo que la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis aporte más de lo que resta
Esta semana he tenido que escuchar a un crío de trece años que me contestara, tras pedir sus ejercicios, con acento reguetonero: «Ahora mismo, papi». Tiene gracia, ¿verdad? He visto a dos alumnos de 4º de ESO tirados en el suelo jugando-peleando durante los dos últimos minutos antes del fin de una sesión. No cuento que cada semana acompañamos a los muchachos (y muchachas) al baño porque es tiempo de pandemia y la pandemia es igual para todos, pero ¿de veras nuestro trabajo consiste en revisar que un alumno mee en su sitio, que un alumno deponga y tire de la cadena? ¿Es eso ser profesor? Aquí me acuerdo de Nicanor Parra («Todo es poesía menos la poesía») porque hoy, excepto ser profesor, casi todo es ser profesor. Esta semana he tenido que soportar que una alumna de catorce años («para quince») pusiera en tela de juicio qué sé y qué no sé sobre pedagogía tras un conflicto en el aula. Cuando estalla el conflicto en el aula, pase lo que pase, sea como sea, el responsable eres tú, eres tú quien fracasa como profesional. En realidad, quizá toda esta tribuna no sea sino un modo de entonar el mea culpa. Nos pasamos las jornadas rodeados de personitas que se equivocan sin parar; de proyectos de ciudadano (y ciudadana) que están ahí, justamente, para equivocarse, todo el tiempo; pero, ay, en el momento y día, en la hora y minuto en que un profesor (o profesora) se equivoca, entonces se cargan las tintas. Es injusto.
Pero no vengo aquí a llorar, no se me emborrone la página, vengo aquí a dar una voz, a deslizar el grito: escúchese al profesorado, pregúntesele. Aún más, sugiero que no se escuche ni se le pregunte al alumno (ni a la alumna). En uno de sus locos, desternillantes parlamentos, escuché decir al humorista Marc Giró, tan en broma como en serio, algo así como que los niños, hasta que no cumplen dieciséis años, se tendrían que limitar a oír, ver y callar. Solo habrían de abrir la boca «para decir por favor y gracias». Estoy por la labor. Y sigo sugiriendo: ¿Habría una plataforma en la que podamos exponer lo que pensamos, en la que nos podamos mejorar, en la que los profesores (y profesoras) nos podamos defender? ¿Repensaríamos algunas cuestiones básicas? No creo que la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años aporte más de lo que resta. Con que lo sea hasta los catorce es más que suficiente. En ese par de años deberíamos saber qué hacer con esos muchachos (y muchachas) que ya saben que no quieren estudiar porque lo llevan sabiendo y los demás (compañeros, profesores) sufriéndolo desde un tiempo, largo a veces. Que trabajen. Sugiero que se pueda trabajar a los catorce años. Sugiero a las instituciones que se ocupen de ello. En realidad, lo que deseo es que se ocupen en sus casas, porco liberal. Durante el curso académico evito en lo posible el contacto con las familias. Si una familia educa a su hijo (e hija) no es necesario contactar con ella. Y si en la familia no saben educar a sus hijos (e hijas) tampoco sirve de nada contactar. Ese es mi resumen. En las ocasiones en que he tenido que reunirme con padres (y madres), casi al verlos caminar por el pasillo he reconocido los problemas del vástago (y la vástaga). Me acojo al argumento de autoridad, tiro de Ferlosio, quien allá por 1994 dejó escrito: «¡Fuera los padres de la escuela pública! El que los escolares se enfrenten a solas con la institución es una exigencia capital de la socialidad».
¿Es importante la escuela? ¿Es importante el instituto? Más importante es la casa. Cierto es también que en ocasiones la escuela sirve para proteger a los hijos (e hijas) de sus padres (y madres), a los chavales de sus familias, por un rato. ¿A cuántos salva la escuela de su entorno? A pocos. Ojalá vengan a desdecirme de todo, de todo lo antedicho, con estudios serios, fiables. Y una más: Ojalá alguien me baje del burro (y de la burra) pero creo que la mayor parte del alumnado solo entiende el lenguaje punitivo. Si uno intenta medidas distintas en las que se eviten la expulsión de clase, el parte de comportamiento, la llamada telefónica a casa... no se percatan. No están preparados para la ironía, mucho menos para el sarcasmo; rara vez comprenden retóricas humorísticas: solo entienden el castigo. En vez de verse humillados una vez, frustrados una vez, prefieren copiar mil. ¿Para qué sirve esto? Eso me pregunto yo. La habitual cuestión de la muchachada en tantas y tantas mañanas: «Profe, ¿para qué sirve esto?». Eso mismo me pregunto yo.
es licenciado en Filología Hispánica y posgraduado en Corrección y Asesoramiento Lingüístico. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en secundaria y autor de varias novelas como 'Insultario' (Pepitas, 2018).
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