Ante todo, hija de la Iglesia

Como decía el gran cardenal Newman, la de la Iglesia «es una historia de caídas aterradoras y de recuperaciones extrañas y victoriosas»

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El arzobispo de Burgos emplaza a las exclarisas a abandonar el convento en «fechas próximas» por carecer «de título legal» EP

La lectura del decreto de excomunión puede escucharse como el sonido de un corte seco en el tronco. Se ha consumado, en primera instancia, el drama de Belorado, porque pese a los ropajes exóticos en que ha venido envuelto este caso, se trata de un ... verdadero drama. El arzobispo de Burgos, actuando como Comisario Pontificio, ha constatado la decisión libre y públicamente expresada de diez religiosas clarisas de abandonar el hogar de la Iglesia católica. Es un dato que es preciso reconocer y aceptar… aunque sea con tristeza y con dolor. Como dijo en una entrevista Joseph Ratzinger, el Señor ha querido correr con nosotros un gran riesgo, precisamente el riesgo de la libertad. Y como decía un gran misionero al que pude conocer, «hasta el final, hijo mío, cualquiera puede hacer una tontería».

La excomunión ya proclamada tiene la virtud de hacer claridad, de mostrar la seriedad del asunto y de abrir un nuevo tiempo, como aquel que se abrió para el «hijo pródigo» el día en que abandonó la casa paterna para malgastar la herencia según su capricho. En todo caso, esta decisión no cierra una puerta que seguirá abierta para quienes deseen volver a entrar por ella. Es un paso amargo pero necesario que permitirá a las protagonistas de esta historia experimentar lo que significa romper el vínculo que ha sostenido y dado sustancia a toda su vida. Porque como escribió el Papa Francisco en su exhortación Gaudete et exultate, «en la Iglesia está todo lo que necesitamos para vivir», y esto no es literatura.

Cómo no recordar las últimas palabras de Teresa de Jesús, tras una vida llena de tensiones, a veces con la propia autoridad eclesial: «¡al fin muero, hija de la Iglesia!». Ella sabía que, más allá de las razones que defendió con ardor y tenacidad en numerosos debates de su tiempo, en esa filiación es donde se jugaba todo. Y a buen seguro hubiese sacrificado cualquier iniciativa hermosa y razonable que pusiese en riesgo su condición de hija.

Una última reflexión, al hilo de este caso, sobre la historia de la Iglesia. Una historia de veinte siglos (ochocientos años, en el caso de las clarisas) en la que la gracia y el pecado se entrelazan siempre, en la que el brillo de la fe, la esperanza y la caridad a veces se ha visto nublado por la soberbia, el resentimiento o la banalidad. No se trata de buscar consuelos fáciles ni explicación racionalistas, sino de comprender que el Señor quiere hacer su historia con gente frágil como nosotros, que podemos estropearlo todo, y no ha previsto hacerla de otro modo. Como decía el gran cardenal Newman, la de la Iglesia «es una historia de caídas aterradoras y de recuperaciones extrañas y victoriosas». Sólo el Señor puede curar nuestra fragilidad congénita, enderezar nuestras locuras y perdonar todos nuestros errores. Esa es nuestra esperanza siempre, también la de esas diez mujeres de Belorado.

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