«¡Que arda ya todo para volver a vivir tranquilos!»

La pesadilla del fuego que regresa cada verano provoca el hastío de poblaciones de edad avanzada a las que combatir los incendios solo provoca angustia y miedo

Gobierno y PP se encaran por la falta de medios pero todos rechazan pedir el nivel 3 de emergencias

José Luis Jiménez

Vilardevós (Orense)

A Vilar de Cervos ha vuelto hoy la furgoneta del pescadero, que es lo más parecido al regreso a la normalidad tras la última semana. Está de oferta la sardina, muy fresca. El comentario del vendedor con las vecinas es que hoy ya no hay ... niebla, que en realidad no era tal, sino el humo que espesaba las calles de este pequeño pueblo del municipio de Vilardevós, al sur de la provincia de Orense. «¿Y esto a quién le interesa? ¿Quién gana con todo esto?», son las preguntas sin respuesta. Aquí saben bien qué es el fuego. En los últimos días han sufrido hasta tres incendios al mismo tiempo, cada uno en una parroquia de la localidad: en Vilar de Cervos, casi mil hectáreas; en Moialde, sobre seiscientas; en Fumaces, un ciento.

Leandro recuerda a la perfección cómo se inició el fuego a la entrada del pueblo a las cuatro de la tarde. «Por supuesto que no fue casualidad». Los vecinos salieron a toda velocidad para evitar que llegara a las casas. Consiguieron desviarlo gracias a un cambio en la dirección del viento. Desde ese día, «cinco días en los que no solo apagábamos aquí, sino en otros pueblos cercanos», con la frustración de ver «cómo ardía todo. Apagábamos, marchabas para otro lado y te volvía a arder, de lo seco que estaba todo».

El lamento de Manuel es que «todos los años tenemos algún incendio». La paciencia y el aguante de los vecinos está llegando a su fin. «Lo triste es que nos estamos mentalizando de que esto se acabará cuando no haya ya nada más que quemar», y alrededor de la aldea solo haya un mar negro de ceniza, como la que Manuel lleva días recogiendo de su terraza. Al menos hoy se ha podido dormir. Durante los fuegos «te tumbas en la cama, te entra el olor al humo, te levantas y lo ves al asomarte por la ventana, te vuelves a tumbar un rato, quedas un poco traspuesto pero enseguida te sobresaltas y vuelves a mirar». «Es un sinvivir».

Apenas queda gente joven en Vilar de Cervos. Juan José, con una afilada memoria a sus 92 años, cuenta que cuando las minas de wolframio estaban operativas, llegó a contar con cerca de 900 vecinos venidos de todas partes. Eran los años cuarenta. Acabó la guerra, Alemania dejó de comprar mineral y empezó el lento declive. Hoy quedan apenas cuarenta personas, y algunos como Simeón y Josefina, afincados en Vitoria, regresan en vacaciones al pueblo para un descanso que el fuego no permite. Ellos también conviven con el miedo, porque colindando con el patio trasero hay unos árboles, y es un flanco vulnerable si el fuego vuelve. Pocos creen que no lo vaya a hacer, dado que depende de algo tan aleatorio como el afán de un incendiario de prenderle al monte.

Línea de capachos

El fuego de Vilar de Cervos extendió su amenaza hasta las casas de A Veiga das Meás, a unos cinco kilómetros. La pequeña parroquia parece estar blindada por cubos y capachos llenos de agua, a la espera de que el frente ígneo vuelva a asomar. Se ven en cada entrada, en las casas que miran a los árboles, al final de las corredoiras, por si salta una llama y alguien tiene que ir corriendo a espantarla.

«Me paso todo el día vigilando», cuenta Benjamín, «porque nos queda ese trozo arbolado de ahí, y tenemos miedo de que nos venga por abajo». Si ocurre, su casa está condenada. Lleva un brazo en cabestrillo, tras caerse durante las tareas de extinción del fuego. Desde donde mira al campo se distingue la línea donde murió el fuego, apagado por las garrafas de los vecinos, que hicieron una cadena humana para llenarlas y arrojarlas para sofocar las llamas. También aquí hay capachos, desconfiados, preparados para lo que pueda pasar. Queda mucho agosto.

Virginia, rodeada de garrafas en A Veiga das Meás (arriba) / Josefina y Simeón, frente a su casa en Vilar de Cervos (izq.) / Helicóptero sobrevuela un pinar quemado en Vilardevós MIGUEL MUÑIZ

Dicen los sabios que toda crisis tiene dentro una oportunidad. En A Veiga das Meás ha servido para reconciliaciones vecinales. «Nos hemos unido, nos hemos olvidado de rencores, de gentes que no se hablaban, y hemos ayudado para salvar el pueblo entre nosotros», a la vista de que la ayuda externa no llegaba, admite Virginia. Ella estaba, capacho en mano, viendo venir el fuego, «como quien espera a un ejército», con paso firme y rostro enjuto. Su defensa numantina dio resultado. Hoy se repasan las lindes de las casas con la desbrozadora, pero lo que se corta está seco, demasiado. Más vale que no se tiente a la suerte de nuevo.

«Aquí no hay jóvenes»

«Si esto llega a suceder dentro de quince días, que la gente se ha marchado, y solo quedamos aquí cuatro vecinos, imagínate». Francisco García repite algo escuchado antes: «Aquí jóvenes no hay, somos todos gente mayor». La suya es una paciencia igualmente agotada. «Yo soy partidario de que se queme todo ya, siempre que no entre en viviendas, para vivir unos años tranquilos». No es una boutade, es la expresión del hastío. «Pero la naturaleza no arde sola, eh», aclara, «eso fue intencionado, porque en un mismo día había un fuego allí, otro más allá, por todos lados».

En el centro de Vilardevós no hay nadie por la mañana. Parece una villa desierta, incluso en su céntrica plaza del Cruceiro. «Hoy solo se huele, pero ayer el humo se confundía con la niebla», dice la dueña del pequeño colmado. Una clienta no se esconde, y admite que en el pueblo « estamos enfadados, pero con nosotros mismos». Es la conciencia colectiva de una sociedad que sabe que alguno de sus miembros traiciona sus códigos. Ayer fue detenido uno de ellos.

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