SEVILLA Y AMÉN

Undibel

El Señor de la Salud de los Gitanos en el Vía Crucis de las Cofradías / J. M. SERRANO

Llevaba en sus acais ese hombre la fuerza perdida de sus piernas. No estaba en el callejón buscando parné, ni fario. Entre gitanos no cabe la buenaventura. Estaba por allí rogándole al Señor de la Salud, Sastipén en caló, su libertad. Después de tantos siglos ... de galeras, persecuciones, caravanas, noches al raso, fatigas y desprecios, después de haber aguantado tantos tópicos, tantos ninguneos y tantas huidas, el Gitano de Sevilla caminaba como un rey por las calles de la ciudad ante los ojos del gitanito herido que, sin poder levantarse de su silla, fue a contemplar el poder infinito de la humildad. Porque si Cristo no hubiese sido judío, habría sido calé. Ningún pueblo del mundo conoce mejor la cruz que el gitano, un pueblo nacido para las Angustias. Por eso en el Viacrucis torció el Señor por callejas desconchadas, por casas en ruinas, por plazuelas rotas. Cogió por los caminos de sus adentros, de su historia. Hasta que la sombra de la Giralda le ennegreció aún más su cara morena de tanto andar descalzo y la ciudad asumió, como cuando la aurora del Viernes Santo devora la Madrugada en la Catedral, que la Salud de Sevilla consiste en haber dejado pasar al débil y haberlo puesto a la altura del poderoso. La Salud de Sevilla se basa en que aquí no se le mira a nadie el color de piel, ni la casa en la que vive, ni el abolengo, ni la fortuna. Cuando Dios está en la calle, aquí sólo se mira el corazón. Se cumple la oración del capataz en la levantá: «Tos por igual». En una trabajadera coinciden cargando los mismos kilos un juez y un condenado, un catedrático y un albañil, el rico y el pobre. Y en lo alto del canasto pasa lo mismo. El Canastero y el Gran Poder cargan la misma cruz. La misma. Por eso aquí los gitanos han vencido a su injusto destino de mayor sufrimiento. Y le cantan a Dios desde los balcones mejor que nadie porque sus metales están hechos a martillazos. Es como si el hombre de la silla estuviese reclamando del Señor la frase de Lázaro. ¡Levántate y anda! Como si estuviese bisbiseando la letra vieja de la toná: «Ahora que yo soy el yunque / me toca a mí el aguantar. / El día que sea el martillo / ya te puedes preparar».

En el Viacrucis a la Catedral, el Señor de la Salud de los Gitanos fue el martillo. Se ha llevado siglos aguantando y ese día le tocó mandar. Y lo hizo como lo hacen todo los gitanos: por derecho. Tarareando la soleá de sus tormentos: «Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y al cabo de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar». O esa otra que necesita eco afillado para entenderse mejor: «¿A quién le viá contá yo / las penas que estoy pasando? / Se las viá a contá a la tierra / cuando me estén enterrando?». El Señor de la Salud es el centro del remolino de la gitanería, el que da el pan que los calés sí ansían comer de mano ajena, el que vive arrumbado en la pared de la historia, el que ha sangrado por todas las heridas del maltrato.

Por eso ese hombre lo mira desde su esclavitud y por la espalda. Contempla cómo la Salud se va en andas por el tiempo, pero la libertad se queda para siempre. Ese hombre de la silla sabe que el Gitano no ha venido a su calle a darle ojana. Ha venido a darle la Vida. A encontrarse por dentro. A cumplir con su condición de salvador. El Señor ha ido desde el santuario a la Catedral como van los verdaderos señores. Y ha sembrado el camino de una palabra de sangre negra gorda que ahora mismo se escucha en los labios de ese que está de pie aunque no pueda levantarse: Undibel.

El Señor de la Salud de los Gitanos en el Vía Crucis de las Cofradías / J. M. SERRANO

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