La ventana indiscreta
Adolescencia
La miniserie de Netflix se ha convertido en un pequeño fenómeno. Y es que no hay nada peor que no poder mirar a los tuyos en un tiempo en el que no podemos dejar de mirarlo todo

Hace unos años Máximo Huerta me dijo que «la televisión era una radiografía». No concretó de qué, si del pie, del túnel carpiano... Hoy es un poco radiografía del sistema digestivo, por esa habilidad para pasar de un tema serio a otro frívolo sin ... remordimientos, a veces sin masticar.
Gema López repasaba esta semana en 'Espejo Público' el caso de los dos menores que asesinaron en Extremadura a una trabajadora social. En el rótulo de la 'investigación', se leía: «¿Saben los padres en qué piensan sus hijos realmente?. En la mente de los adolescentes». En el siguiente vistazo, hablaban ya de 'El enganchón de la Campa', que no es Belén Esteban pero ha compartido con ella a Ubrique. Imagino que a eso aspira también la nueva TVE cuando habla de contenido familiar. De la España negra a la rosa sin carta de ajuste… Todo mezclado, no agitado.
Menos palabras que 'Espejo Público' necesita para incomodar la serie 'Adolescencia', sobre el trauma de una familia por el pecado de su hijo, de 13 años, tras acuchillar a una compañera de clase. En cuatro capítulos y otros tantos planos secuencia, el gran estreno de Netflix, puro drama criminal británico en el mejor sentido de la etiqueta, sí radiografía el dolor y las dudas de la familia tras el crimen. Hasta que no solo ves el hueso sino el sufrimiento. Y sin rayos X.
Hay muchas escenas crudas. La celebración de un cumpleaños que acaba con una pintada, hostil recordatorio de que el tiempo no entiende de buenos o malos momentos, simplemente pasa y queda y luego pasa. O cuando el padre, Stephen Graham, ve el vídeo de las puñaladas de su hijo. Pero hay dos conversaciones que conmueven especialmente.
En una, el chico le dice a su psicóloga: «Me llevaba a fútbol. Me animaba, pero cuando yo la cagaba giraba la cabeza. Puede que para que no le viera la cara de pena. De vergüenza». En otra, sus padres se culpan, se preguntan qué han hecho mal. Si debieron haber «parado» su mal genio. Si el mal se lo pegaron, si se hereda. Y el padre vuelve a un recuerdo: «Lo apunté a fútbol pensando que lo haría más duro y era un paquete (...) me quedaba en la banda mientras los padres se burlaban de él. Podía sentir cómo me miraba. Y no podía mirarlo».
Nada peor que no poder mirar a los tuyos en un tiempo en el que no podemos dejar de mirarlo todo.
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