Un niño grande
Uno de mis traumas de infancia es no haber podido ir al estreno de «La próxima estación», la película que mi padre rodó en 1981. No me dejaron ir porque la historia era demasiado adulta para mí (un embarazo juvenil). Así que mis hermanos mayores ... se fueron al estreno tan campantes y yo me quedé en casa con mi hermana pequeña y con la frustración de saber que mi padre no hacía las películas para mí. Porque yo entonces creía que mi padre hacía pelis para que yo las viera. Las del niño Lolo García («La guerra de papá» y «Tobi») o «Buenas noches, señor monstruo», el musical que hizo con el grupo Regaliz que tanto me gustaba.
Esa noche descubrí que el cine de mi padre también era para los adultos, y todavía no me daba cuenta de que yo iba a salir ganando con el cambio. Porque yo también me hice adulto, y pude disfrutar de Pepe Soriano interpretando al doble de Franco en «Espérame en el cielo», escondido entre maniquíes y llorando de pena al comprender que él también era un maniquí. Y pude emocionarme con los chavales enfermos de cáncer en «Planta 4ª», organizando una fiesta de despedida a la pierna que le iban a amputar a uno de ellos. En «La hora de los valientes», Gabino Diego pagaba con su vida los esfuerzos por salvar el autorretrato de Goya de las bombas de la guerra civil. Y ahora resulta que Goya sale de ese lienzo y se convierte en una escultura que es el premio de honor de este año. Me parece un caso clarísimo de justicia poética.
Mi padre siempre ha sido un niño grande, y por eso mete en sus películas la ternura, la inocencia y el sentido del humor. Con esas armas se puede permitir entrar en temas tan duros como el Alzheimer («¿Y tú quién eres?») y hacerte salir del cine con una sonrisa. A mí me gustan las películas de mi padre porque reflejan muy bien su personalidad: cada día que pasa es un hombre más tierno, más inocente y más alegre.
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