LA TERCERA
Raíces de la tragedia palestino-israelí
«La guerra de Gaza ha acelerado la tendencia de la izquierda a convertir la tragedia palestino-israelí en una especie de obra pasional. En esta versión política del teatro religioso, el Estado judío es el personaje principal en el papel de Judas, que traiciona los imperativos morales impuestos a los judíos por su historia de sufrimiento»
La amenaza totalitaria
Let Me Saber

El centenario del conflicto palestino-israelí, aparentemente insoluble, contrapone dos convincentes relatos nacionales. Palestinos e israelíes tienen su propia versión del 'pecado original' en esta pugna. Los palestinos y sus aliados sostienen que los judíos importaron el conflicto simplemente por aparecer y reclamar una tierra ... que ya no es suya. La consecuencia fue la fragmentación del pueblo palestino: una parte refugiados, otra parte bajo ocupación, y otra parte viviendo como ciudadanos a disgusto en un Estado judío.
Los israelíes sostienen que no se limitaron a venir a la tierra, sino que volvieron. Antes de la creación del Estado, compraron a terratenientes árabes cada 'dunam' sobre el que construyeron, y solamente ampliaban sus fronteras por la fuerza en respuesta a guerras de agresión iniciadas por los árabes. En la larga historia de propuestas internacionales para una solución de dos Estados, solo Israel ha dicho sí sistemáticamente. Ningún movimiento nacional que represente a un pueblo sin Estado ha rechazado jamás más ofertas de soberanía que los dirigentes palestinos.
Ninguna de las dos partes tenía más opción que actuar como lo hizo. El retorno de los judíos a su país estuvo motivado no solo por la necesidad inmediata de un refugio seguro, sino, en un sentido más profundo, por el anhelo de una tierra que ha definido la identidad judía durante cuatro mil años. Por su parte, el mundo árabe percibía el sionismo no como la expresión de un pueblo que se 'reindigenizaba', sino como un asalto colonialista más. Muchos en Occidente parecen incapaces de aceptar la complejidad de este conflicto. En las décadas posteriores al Holocausto, Occidente ignoró en gran medida el relato palestino. Ahora, sin embargo, es la historia de Israel la que se borra cada vez más.
La guerra de Gaza ha acelerado la tendencia de la izquierda a convertir la tragedia palestino-israelí en una especie de obra pasional. En esta versión política del teatro religioso, el Estado judío es el personaje principal en el papel de Judas, que traiciona los imperativos morales impuestos a los judíos por su historia de sufrimiento. Y al igual que Judas, el Estado judío se convierte en símbolo de las cualidades más deshonrosas que toda persona decente aborrece.
Tildar a Israel de expresión del colonialismo europeo es distorsionar la singular historia del regreso a casa de un pueblo desarraigado, incluida la mitad de la población israelí cuyas familias huyeron o fueron expulsadas de antiguas comunidades judías en el mundo musulmán. Condenar a Israel como Estado de 'apartheid' es confundir un conflicto nacional con uno racial, e ignorar la relación recíproca entre israelíes árabes e israelíes judíos. Juzgar al Estado judío y sus dilemas de seguridad únicamente a través del prisma de la dinámica de poder israelo-palestina es ignorar la guerra regional contra la existencia de Israel y las entidades terroristas aliadas de Irán que ejercen presión sobre sus fronteras.
Por último, convertir la guerra de Gaza en un acto de genocidio israelí exige magnificar los pecados de Israel y restar importancia a los de Hamás. Un ejemplo es la aceptación acrítica de las estadísticas de Hamás sobre las bajas en Gaza, que no distinguen entre civiles y combatientes, ignorando la insistencia israelí en que más de una tercera parte de los muertos son combatientes de Hamás. La negación generalizada entre los antisionistas de las atrocidades del 7 de octubre la expresan gráficamente esos activistas de todo el mundo que arrancan carteles de israelíes secuestrados por Hamás, tratando de borrar cualquier reivindicación de justicia por parte de Israel.
Con una facilidad insoportable, la solidaridad con el sufrimiento palestino ha llevado a sectores cada vez mayores de la izquierda a rechazar el derecho de Israel a existir. Al generalizar el eslogan genocida de Hamás –«Desde el río hasta el mar, Palestina será libre», sin dejar espacio para un Estado judío entre el río Jordán y el mar Mediterráneo–, el movimiento propalestino refuerza la mentalidad de suma cero de quienes a ambos lados de la división israelo-palestina se oponen a un acuerdo territorial.
En el bando israelí, la expresión práctica del maximalismo territorial son los asentamientos en Cisjordania, destinados a impedir la partición de la tierra. El equivalente palestino del maximalismo es la exigencia del «derecho al retorno» de los descendientes de los refugiados palestinos, no a un futuro Estado palestino, sino a Israel, destruyendo desde dentro el Estado de mayoría judía.
A diferencia de los palestinos, Israel tiene el poder para llevar a la práctica su visión del retorno a la totalidad de la tierra entre el río y el mar. Sin embargo, la insistencia palestina en el retorno masivo de refugiados al Estado de Israel ha desempeñado un papel clave a la hora de sabotear las negociaciones de paz anteriores. Ha constituido un impedimento para llegar a una solución, en la misma medida que el movimiento de los asentamientos.
Entre el río y el mar existen dos territorios conceptuales: la tierra de Israel y la tierra de Palestina. Incluso los palestinos moderados creen que lo que ahora es el Estado de Israel forma parte de la tierra de Palestina; mientras que los israelíes como yo, que apoyamos una solución de dos Estados, creemos que Cisjordania forma parte de la tierra histórica de Israel.
La solución requerirá separar el Estado de Israel de la tierra de Israel y un futuro Estado de Palestina de la tierra de Palestina. En la práctica, eso significa poner fin al movimiento de los asentamientos y contraer el retorno de los refugiados palestinos a un Estado palestino.
El proceso de paz más profundo será un compromiso mutuo sobre la justicia. La «justicia absoluta» para una parte significa que no hay justicia para la otra. Promover una visión de una tierra indivisible «desde el río hasta el mar», ya sea para Israel o para Palestina, es traicionar cualquier esperanza de paz.
Pero ¿sigue siendo posible una solución de dos Estados? Teniendo en cuenta los acontecimientos de este último año, la respuesta –al menos por ahora– es no. Un abismo de odio y desconfianza mutuos separa a palestinos e israelíes. Pero los cambios en Oriente Próximo podrían crear nuevas posibilidades. El conflicto palestino-israelí siempre ha formado parte de una guerra regional más amplia. Durante gran parte de la existencia de Israel, esa guerra se libró entre Israel y el mundo suní. Ahora el conflicto se ha convertido en una guerra entre israelíes y chiíes. El temor compartido de Israel y los Estados suníes a un Irán expansionista ha sido un incentivo primordial para alinear a partes del mundo suní con el Estado judío.
Los Acuerdos de Abraham alcanzados en 2020 supusieron el primer acuerdo de paz verdadero entre Israel y los países árabes comprometidos con un proceso de auténtica normalización. Si Arabia Saudí se une al proceso de paz, a lo mejor sería posible una iniciativa conjunta árabe-israelí que garantice tanto la seguridad de Israel como un Estado palestino económicamente viable.
La comunidad internacional puede contribuir fomentando activamente la ampliación de los Acuerdos de Abraham. Sin embargo, el actual Gobierno español prefiere entregarse a gestos grandilocuentes como reconocer al Estado palestino e instar al Tribunal Internacional de Justicia a que declare a Israel culpable de genocidio, actos que no hacen sino reforzar a Hamás, otorgándole victorias políticas.
Quienes aspiren a desempeñar un papel constructivo deben evitar la versión pasional del conflicto y abordar, en cambio, su complejidad. Seguir el rumbo actual únicamente garantizará la irrelevancia de España a la hora de ayudar a resolver la tragedia palestina.
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