Pásalo
Le Carré
Sin él nos encontramos más huérfanos en un mundo muy oscuro
John Le Carré en el congoleño lago Kivu
Conoció al espía que surgió del frío, al topo, al jardinero fiel y a la chica del tambor. Fue por un breve periodo de tiempo un oscuro burócrata que trabajó en un despacho sin estridencias del MI6 británico. Pero sirvió mejor a Su Majestad como ... escritor que como espía. Dejó aquella mesa repleta de papeles que esperaban su trámite administrativo para ocuparse de escribir sobre el lado oscuro, poco visible, de la guerra silenciosa entre los dos mundos que peleaban por la supremacía: el de occidente y el soviético. No fue espía. Pero explicó como muy pocos el mundo del espionaje. Algunas veces pensé que, escribiendo, ejerció mejor el espionaje que cuando trabajó en aquel oscuro despacho de la agencia de inteligencia británica. Porque sus libros se vendieron como la mantequilla y la mermelada. Y la visión del mundo que defendía llegó a millones de lectores que, gracias a sus textos, se sintieron identificado con el modelo de democracia occidental que sus antiguos excompañeros defendían revelando altos secretos obtenidos en Moscú, Beirut, Ruanda, Congo o Palestina. John le Carré, que también se fue en este año tan sobrado de adioses, tuvo la grandeza moral de saber que lo que defendía podía ser, igualmente, muy atacable. Su mundo literario, tan real, no era una simplificación de buenos y malos. Nos encontrábamos, quizás, con esa ambigüedad moral que descubría un mundo complejo y sembrado de minas, donde el bando al que pertenecemos no salía siempre bonito en las fotos.
Fue el espía de tercera división que describió como nadie el mundo de los espías de clase premium. En eso fue intratable. Gran parte de su producción salió de un chalé que se compró en Suiza y donde encontró la tranquilidad suficiente para componer sus, a veces, complicadísimas historias que no fueron exclusivas de la guerra fría, sino que abarcaron tiempos mucho más cercanos a los nuestros. El mundo de los cooperantes, de los hijos rebeldes sin causa del bienestar británico, del nihilismo terrorista, el de las grandes farmacéuticas experimentando productos en cualquier oscuro y lejano rincón africano, el de la larga e implacable mano del sionismo. En aquel chalé lo mismo escribía que recibía tentadoras ofertas para llevar sus libros al cine. Al respecto resulta reconfortante recordar los ojos de un azul líquido de Michael Pfeiffer en «La Casa Rusia». En el pueblecito donde residía lo conocían más por ser el amigo de Robert Redford, de Alex Guinness o Sydney Pollack que por su novela donde relata la gran estafa del brillante jefe de contraespionaje del MI6, Kim Philby, al servicio del Kremlim durante tantos años.
Hoy, sin le Carré, nos sentimos más huérfanos en un mundo con demasiadas covachas oscuras, que apenas si tienen explicación. Y que, si alguien te la explica, sin pesticidas oficialistas, inmediatamente se le censura para convertirlo en un detestable negacionista por los nuevos inquisidores. A Le Carré le ocurrió esto con muchos de sus viejos compañeros en el servicio y con destacados políticos británicos que le afearon, a veces de forma muy grosera, haberse forrado escribiendo sobre las sombras del servicio de inteligencia. Lo consideraron un, digamos, desleal plutócrata gracias a haber desvelado, elegantemente, algunas fallas del sistema de inteligencia británico. Hoy echamos de menos a hombres que, en un mundo en desasosegante cambio, nos escriban del complejo y abominable mundo de los fraudes electorales a través de sistemas electrónicos convenientemente viciados, de porqué razón hay ochenta mil escogidos miembros del partido comunista chino trabajando en compañías occidentales con acceso directo a secretos empresariales y tecnológicos transferibles al gran dragón rojo y, en fin, cómo Soros, Bill Gates y otros aspirantes a ser los nuevos emperadores casi no tienen nadie que los descubra… en una buena novela.
Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras