tribuna abierta

Vaciar la agenda

Mi vida camina hacia un propósito, que básicamente se resume en el título de este artículo. Y así, mi plan ideal de fin de semana es un fin de semana sin planes, que no es no hacer nada, sino hacer lo que me gusta

Miguel Ángel Robles

Cuando de pequeños nos aburríamos, nuestros padres solían decirnos que solos los tontos se aburren. Y en esas palabras había tanta verdad como pedagogía. Nosotros protestábamos y nuestros padres continuaban a lo suyo, confiados en que nosotros mismos encontraríamos la forma de distraernos. Y así ... sucedía normalmente. Schopenhauer, a quien probablemente no leyeron nuestros padres, o quizás sí, afirmaba que nadie que haya cultivado su personalidad y tenga inquietudes se queda sin saber qué hacer con su tiempo libre. Y por eso, para él, la educación era sobre todo un instrumento para la felicidad. Formarse, pensaba, es enriquecerse por dentro para necesitar pocas cosas por fuera. A una persona cultivada, con intereses y lecturas, nunca le faltan motivos de disfrute. Nuestros padres llevan razón: si te aburres, es porque eres tonto. Y si eres tonto, es porque te aburres.

Con una idea parecida, Bertrand Russell, otro gran sabio de la felicidad, lamentó que la educación del siglo XX se hubiera concentrado en los conocimientos y competencias productivas, extraviando el propósito de formar para el ocio, como sí ocurría en siglos anteriores. «El hombre al que sólo se le enseña cómo tener éxito, no sabe qué hacer con el éxito después de conseguirlo», nos dejó dicho Russell, que ya por entonces nos advirtió del mucho mal que hacían los padres proporcionando a los hijos demasiadas diversiones u ocupaciones pasivas y nos avisó también (como Schopenhauer) que una forma de felicidad basada en la acumulación de experiencias no puede dar otro resultado que la insatisfacción continua, porque «la excitación es como una droga, que cada vez se necesita en mayor cantidad».

Ya en este siglo, Nuccio Ordine reivindicó la utilidad de lo inútil no sólo para la felicidad humana sino para el propio progreso científico y social, y personalmente, no puedo sino darles la razón a todos ellos y reconocer los clamorosos beneficios que el aburrimiento ha aportado a mi vida, incluso a la competitiva y empresarial. Gracias a mis calurosísimos veranos en Sevilla sin amigos y sin nada que hacer, llegué a la colección completa de grandes clásicos de la literatura universal que había comprado mi padre, y sin la cual no sería el lector que soy y por tanto tampoco el profesional que soy. Y digo más, si de algo estoy agradecido a la carrera que hice, que fue la de periodismo, es el haberme dejado mucho tiempo libre para seguir leyendo y enriqueciéndome a mi manera.

Hoy, los jóvenes que brillan académicamente optan por los dobles grados y los padres con posibilidades llenan las tardes de los niños de actividades extralectivas. Tengo mis dudas de que sea para su bien y con frecuencia me pregunto si la falta de iniciativa que se percibe en ocasiones entre quienes se incorporan al mercado de trabajo no puede tener alguna relación con ese síndrome de la agenda llena. Cuando las actividades, las tareas y hasta los placeres te vienen dados, dejándote sin margen ni para respirar, cuando te has acostumbrado a que planifiquen por ti a lo que te vas a dedicar cada día, e incluso cómo puedes o debes divertirte, es difícil no acabar como los tontos que se aburren.

Por eso, mi vida camina hacia un propósito, que básicamente se resume en el título de este artículo: vaciar la agenda. Y así, mi plan ideal de fin de semana es un fin de semana sin planes, que no es uno de no hacer nada, sino de hacer lo que me gusta y quiero hacer en cada momento, es decir, de desplegar las estrategias contra el aburrimiento que aprendí de joven para ser lo menos tonto posible. Intento no cultivar la comparación (porque como también decía Russell, es una de las formas más tóxicas de discurrir y más fatales para la felicidad), pero si algo envidio de otras personas es que sus aficiones e intereses sean más amplias y ricas que las mías. Me hubiera gustado, por ejemplo, tener mayores conocimientos de música, o de historia local, o de arte, pero no por el mero deseo de saber más, sino por el de no privarme de otras fuentes de placer que intuyo inmensas y a las que lamentablemente no he accedido por falta de curiosidad, de tiempo o de introductores adecuados. Inversamente, si algo no envidio es la sobreexposición social, el uso espídico del tiempo libre y el disfrute continuo de supuestas experiencias inolvidables.

Durante el verano, de regreso de mis largas caminatas, a veces pasaba por un hotel donde tenían entretenidos a los huéspedes a todas horas. Cuando no había una clase de gimnasia, había música en directo, o unos payasos, o una rifa o lo que sea. Y yo no podía dejar de pensar que el infierno debe de ser algo parecido a aquello. Mi ideal de vacaciones me lo dieron en un pueblo del Alentejo donde las autoridades locales no parecen preocupadas por llenar la agenda de los veraneantes con ruidosos y prescindibles eventos socio-culturales invadiendo las calles. «Este es un sitio en el que no pasan cosas», me dijo un comerciante. Qué suerte tienen. Echo de menos los fines de semanas en los que no pasan cosas en mi ciudad.

SOBRE EL AUTOR
Miguel Ángel Robles

Consultor y periodista

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