EN LÍNEA
Los súbditos felices de la idiocracia
Siempre se termina cumpliendo esa máxima de que tenemos unos políticos que no son ni más ni menos que el reflejo de la población
Vivimos en un páramo del pensamiento, las ideas, la inteligencia y el sentido común. No es posible ya concluir algo diferente. Uno repasa simplemente los últimos días de la vida pública española y comprueba que la gestión está en manos de unos mentecatos cada vez ... menos preparados que se agarran al poder porque fuera del mismo jamás podrían ganarse los cuartos. A todos los niveles administrativos. En el más alto, un Gobierno de inútiles, canallas o incultos que piden «perdón a los pueblos precolombinos» sin conocer ni de manera superficial la Historia, una oposición que pretende acabar con Maquiavelo mediante tuits o vídeos en redes parodiando a la Familia Adams y unos partidos periféricos y nacionalistas que le sacan los higadillos al país al que precisamente no quieren pertenecer. En el más bajo, ayuntamientos dándose patadas en el culo a ver cuál es más rápido poniendo arbolitos y luces navideñas dos meses antes mientras no saben arreglar los atascos de tráfico o que haya personas durmiendo a la intemperie.
Pero en realidad, si se aparta la mirada del poder y se fija en la sociedad en general, no cabe más que asumir que siempre se termina cumpliendo esa máxima de que tenemos unos políticos que no son ni más ni menos que el reflejo de la población. Nunca mejor dicho, son nuestros más fieles representantes. Porque la gente... Ay, la gente. La gente está hablando más de las gafas de cerca del presidente que del motivo de su comparecencia en el Senado. La gente viene agotando las reservas para cenas 'de Navidad' en noviembre. La gente está prestando más atención a sus mascotas que a sus mayores, que ya no caben en las residencias como los gatos no tienen sitio en las salas de espera con aire acondicionado del veterinario. La gente se queja de lo mal que está su trabajo y su sueldo haciendo la «revolución» desde el sofá sujetando el teléfono que costó 700 euros y rascando la herida del último tatuaje, que costó 500. La gente anda absolutamente esclavizada por la dictadura del carpe diem, la soplapollez de que los cincuenta son los nuevos cuarenta y esa especie de obligación de ser feliz a toda costa esquivando una cosa que se llama vida y que, como todas las rosas, tiene sus espinas. La gente transita en plena hipnosis global en busca del santo grial de la sonrisa permanente, tarada por el esguince cerebral que causa la torsión del cuello hacia abajo para mirar la pantalla.
Las personas, una a una, pueden valer la pena. La gente, así, en general, igual menos. No extraña, por tanto, que la humanidad acuda, veloz, a abrazar la llamada inteligencia artificial, porque la humana sucumbió ya ante la idiocracia que gobierna países y mentes de un modo que resulta ya hasta milagroso que aún no nos hayamos extinguido. Aunque el esfuerzo que venimos realizando para ello es ímprobo.
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