Querido Taravillo

En un mundo como el cultural, atiborrado de egos y vanidades, su figura generaba un absoluto consenso

Cada velada de la entrega de premios del Romero Murube siempre me regala algún recuerdo grato. La más feliz de la última edición, celebrada a mediados del pasado mes de junio, fue ver, después de muchos meses, a Antonio. Sé que venía pasando un tiempo ... muy jodido con la puñetera enfermedad, así que lo abracé, lo toqué, me regodeé en su sonrisa. Me habló de las sesiones de quimio, de lo jodido que lo dejaban. De que pronto debía volver, pero que esa noche se encontraba bien, lo suficiente como para acudir a la cena. Nunca he utilizado una expresión hecha de manera más sincera: me alegro mucho de verte, le dije, al despedirme.

No imaginaba que sería el adiós definitivo. Y que ya jamás podría saldar con él una cuenta pendiente: la de probar alguno de sus legendarios whiskies irlandeses. Con Antonio no pude compartir whiskies pero sí cervezas, más de dos, en la cervecería Mary Reyes, muy cerca de su casa, junto a la Puerta de Jerez, el último bastión frente al asedio guiri. Antonio era introvertido, recatado, contenido. Sin embargo, a la tercera o cuarta cerveza, un brillo especial se instalaba en sus ojos. Entonces se mostraba juguetón, ácido, humorado. No era descabellado que acabara hablando en gaélico. Y descubrías un temperamento pasional, encendido, muy brillante. En general, Antonio era brillante. Y sin tener ningún carisma, resultaba absolutamente carismático.

Tocó todos los palos del mundo del libro. En todos los intentó, de todos obtuvo gratas experiencias y también insatisfacciones. Yo lo conocí cuando emprendió una de las más injustamente olvidadas: como director de Paréntesis, la fugaz editorial literaria que, bajo el auspicio del sello MAD, permitió la recuperación de valiosas obras descatalogadas y el descubrimiento de autores llamados a jugar un papel determinante en la literatura contemporánea -publicó a una tal Irene Vallejo, antes de que existiera el Infinito en un junco-. Después de aquel entusiasta y breve proyecto, seguimos manteniendo el contacto, ya como colegas reseñadores en Estado Crítico, el blog de crítica literaria que acabó convirtiéndose en una suerte de taberna literaria donde se fraguaron grandes amistades que hoy perduran. Todos ellos lloramos hoy la pérdida de Antonio. De Taravillo.

Para nosotros era Taravillo. El autor más prolífico a este lado del Pecos. Su productividad resultaba apabullante. Es como si intuyera que debía enfrentarse a una vida breve. Pero la evidencia está ahí: poesía, ensayo, biografía, aforismos, novela, por no hablar de su contribución como traductor. Le faltó el pregón, pero lo dejó escrito para la Feria del Libro Antiguo de Sevilla. También fue y será para siempre el director más emblemático de la Casa del Libro de la ciudad. Y, de no habérsele cruzado la muerte, hubiera sido con toda seguridad el mejor director de la Casa de Luis Cernuda, a quien dedicó la mejor biografía que jamás podrá leerse del poeta sevillano.

Pueden decirse muchas cosas de Antonio, de Taravillo. Pero la más incontestable es que nadie podía hablar mal de él. En un mundo, el cultural, atiborrado de egos y vanidades, su figura generaba un absoluto consenso.

Llega un momento en la vida, dijo su poeta preferido, cuando el tiempo nos alcanza. El suyo le ha alcanzado, ay, demasiado pronto.

Descansa en paz, querido Antonio. Querido Taravillo.

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