La alberca
Los niñatos de Benacazón
No hay razón ni sinrazón que pueda explicar una 'diversión' tan animal, salvo la maldad supina
El fuego que los niñatos de Benacazón le metieron al indigente Isaac, inofensivo y sumiso, es una muestra del infierno que tienen en la conciencia. No hay razón ni sinrazón que pueda explicar una 'diversión' tan animal: ni la juventud, ni la mala educación, ni ... el error, ni la estupidez. Nada salvo la maldad supina. El 'entretenimiento' de estos imberbes es una aberración de tal envergadura que ni siquiera puede describirse con precisión porque no hay palabras exactas para definirlo. Habría que inventarlas y serían demasiado agrias. Pero la diabólica diversión de estos adolescentes con el alma en ruinas sí acarrea un debate de profundidad que no debemos eludir. La violencia juvenil es una lacra que no estamos viendo venir. Las estadísticas nos avisan desde hace tiempo de conductas radicales y deshumanizadas en edades tempranas provocadas por muchos factores, pero sobre todo por la dejación de funciones en el ámbito familiar. Muchos adolescentes han sido criados por las pantallas, bien del teléfono móvil, bien de la PlayStation, porque de esa manera sus padres han podido sobrellevar mejor la crianza (no la educación) con el trabajo. Tienen un acceso demasiado cómodo a videojuegos en los que matar es lo menos grave, a pornografía y a contenidos machistas, polarizados o inmorales. Por eso en este tipo de casos hay que interpelar también a las familias. Lo voy a decir sin rodeos. Con esa edad, yo le tenía más respeto a mis padres que a la policía. Si el profesor me castigaba por alguna travesura, mis padres me ampliaban el castigo.
Quemarle los pelos a un mendigo para echar el rato y hacerse el guay colgando el vídeo en las redes es una atrocidad demoníaca. Y tal vez todos tengamos la culpa. Esta sociedad que justifica el suicidio y que está atrapada en lo que el filósofo coreano Han ha bautizado como el 'enjambre digital' está cada vez más conformada por personas hiperconectadas virtualmente, pero no afectivamente. Las nuevas generaciones han crecido reaccionando de forma impulsiva a los estímulos digitales. Los hijos del algoritmo son también nietos artificiales. Han crecido con la idea de que nada depende de ellos y de que nada es real. «Constituyen una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin alma o espíritu», sentencia Han. Ahora la IA nos domina bajo esta definición universalmente consensuada: «Hacer una máquina capaz de mostrar un comportamiento que se calificaría de inteligente si fuera un ser humano quien lo produjera». Pero tenemos que preguntarnos también qué nombre ponerle a la idea de hacer una persona capaz de mostrar un comportamiento que se calificaría de inhumano si fuera una máquina quien lo produjera. La maldad más devastadora es la inconsciente. Y eso es lo más preocupante de los niñatos de Benacazón: que hayan maquinado la barbarie por culpa del abandono de los padres, que le hemos dejado entretenidos con el móvil porque tenemos que pasear al perro.
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