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Perdigones de plata

Al ralentí

Si el talegazo se desarrolla con pachorra, la caída no sólo es más dura, sino que la recuperación se retrasará

El silencio

El dogma

Ramón Palomar

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Me encantaba recostarme colocando los pies sobre el escritorio gracias al balanceo de la encuerada butaca que me sujeta cuando le doy a la tecla. De esa guisa, pitillo relajante enchufado para buscar el adjetivo, que diría Pla, mi sesera vagabundeaba entre la modorra y ... el humo. Y así, medio inclinado, desafiando el equilibrio muy funambulista de salón, me sentía como Henry Fonda en 'Pasión de los fuertes'. Hasta que, hace unos días, el respaldo cedió harto traidor y me comí un fostión, de espaldas, contra el suelo. Yací sobre el parqué como una cucaracha kafkiana, pero sin retorcerme. Dolor. Máximo dolor. Y rabia. Toneladas de rabia. Por suerte nadie vio la apoteósica categoría de ese golpe que me deslomó. Lo peor de las caídas callejeras viene con las miradas del prójimo y esas sonrisas zigzagueantes que te humillan. En la soledad del hogar el daño te acuchilla pero al menos nadie destripa tu torpeza.

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