La tercera
Indistinción sin transgresión
Nos enfrentamos a que la tensión entre la alta y la baja cultura pierda sentido por la simple desaparición de uno de los vectores, el de la alta cultura
El papel de la cultura (4/8/2023)
Paradojas electorales (2/8/2023)
Elvira Navarro
En los cada vez más lejanos años sesenta del siglo pasado, Susan Sontag escribía sobre la necesidad de acabar con la distinción entre alta y baja cultura. La escritora norteamericana no se negaba a que hubiera jerarquías, pero sí a que fuesen excluyentes. «Estaba – ... estoy– a favor de una cultura plural, polimorfa», escribe en 'Contra la interpretación'. «Entonces, ¿no hay jerarquía? Por supuesto que hay una jerarquía. Si debiera elegir entre The Doors y Dostoievski, entonces –desde luego– elegiría a Dostoievski. Pero ¿tengo que elegir?». Para Sontag, la barrera entre alta y baja cultura era reaccionaria por preservar el moralismo propio de la sensibilidad de la alta cultura; también porque el exceso interpretativo propiciado por Freud y Marx trituraba las obras de arte, su valor inherente, al convertirlas en manifestación de otra cosa.
Por esa misma época, Pierre Bourdieu comenzaba la investigación que culminaría en el monumental ensayo titulado, precisamente, 'La distinción', en el cual, y desde la sociología, se pretende mostrar cómo la alta cultura sirve a los intereses de las clases dominantes. Estas deciden en qué consiste el buen gusto, una serie de hábitos interiorizados desde edad temprana que identifican a una persona como perteneciente a una clase social y que actúa como barrera para impedir la movilidad social ascendente.
Sontag y Bourdieu fueron subversivos en su momento aunque, sin pretenderlo, también sirvieron para justificar los intereses de su tiempo, comandado por el triunfo absoluto del capitalismo y por una industria cultural dirigida a la cultura de masas. El centro se había desplazado desde Europa a Estados Unidos y, en el nuevo mundo, las antiguas élites y sus valores, asentados en una rigurosa educación basada en la cultura clásica, ya no resultaban tan rentables. El arte comenzó a vaciarse de toda esencialidad y trascendencia, y de la consideración casi sagrada que Immanuel Kant o Martin Heidegger le otorgaron a la expresión estética, capaz de ser una manifestación de lo divino o de desvelar el verdadero ser de las cosas, se pasó a que Andy Warhol equiparase la obra de arte a un producto de consumo más, infinitamente reproducible y, por ello, carente de valor como objeto único.
Planteado en los términos sociológicos e históricos que acabo de referir, la cuestión del arte parece sencilla; sin embargo, la realidad es bastante más compleja que los hitos ordenados en una línea del tiempo o la expresión unívoca de un sistema. La frontera entre la alta y la baja cultura se mantiene en ciertos ámbitos, por ejemplo, en el de la crítica literaria, donde no se tienen en consideración –pues sería un contrasentido– novelas de fórmula como la romántica. Eso genera resistencias: artículos que reclaman el mismo trato para el 'best seller' que para lo literario precisamente porque las barreras entre lo alto y lo bajo ya fueron pulverizadas en otros campos, o autores superventas que se quejan de no ser tomados en serio y de que hacia ellos hay prejuicios solo porque venden. De fondo, claro está, nos encontramos con la eterna discusión sobre qué es el arte, cuestión que por su propia naturaleza no puede ser zanjada. Como mucho, cada periodo histórico actualiza los argumentos en disputa.
Hoy nos enfrentamos a que esta tensión entre la alta y la baja cultura pierda sentido por la simple desaparición de uno de los vectores, el de la alta cultura. La amenaza se encuentra mayormente en el ámbito académico, donde, con la excusa de que la educación no debe ser patrimonio de una élite, sino que ha de democratizarse para favorecer la igualdad social, se ha producido una nivelación por abajo y una priorización de la racionalidad instrumental. Se estudia únicamente lo útil, entendiendo por tal aquello que permite encontrar un trabajo y ganarse el sustento. El saber deja de ser un fin en sí mismo, y desde muy pronto comienzan los itinerarios: ¿ciencias o letras? Hoy es posible llegar a la universidad con grandes lagunas e incluso graves deficiencias en comprensión lectora. La educación superior no solo no soluciona el desaguisado, sino que lo profundiza al basarse en una especialización feroz que desemboca en un analfabetismo de nuevo cuño, donde se sabe mucho de una materia y nada de las demás.
El recién fallecido Nuccio Ordine denunciaba en su manifiesto 'La utilidad de lo inútil' (que paradójicamente se ha convertido en un fenómeno editorial) la conversión de las universidades en empresas dirigidas por la lógica del beneficio, donde la progresiva retirada de dinero público y su cada vez mayor dependencia de criterios extraacadémicos a la hora de obtener fondos está produciendo que la enseñanza universitaria comience a no diferenciarse de una ramplona educación secundaria. «Se trata de una revolución copernicana que en los próximos años cambiará radicalmente la función de los profesores y la calidad de la enseñanza», afirma. Obligados a generar licenciados para cumplir con protocolos ministeriales que pretenden conseguir lo máximo –en términos únicamente cuantitativos– invirtiendo lo mínimo, el problema ya no es solo la especialización, sino el abaratamiento de criterios: ya ni siquiera se aprende en profundidad sobre la disciplina elegida, en una «perversa reducción progresiva de los programas y la transformación de las clases en un juego interactivo superficial». Para más inri, los alumnos, que se enfrentan a matrículas cada vez más costosas, acaban convirtiéndose en clientes que exigen un resultado por su onerosa inversión, y los profesores se ven obligados a ejercer de burócratas que gestionan los intereses de la universidad-empresa antes que de apasionados y rigurosos trasmisores de un saber. Hace poco leíamos en la prensa que hoy somos más tontos que hace cincuenta años. No se trataba de una opinión provocadora, sino de un estudio realizado por la Universidad de Northwestern.
En este contexto, las humanidades –la alta cultura– se llevan la peor parte al carecer de utilidad inmediata. Es imposible cuantificar la importancia de la literatura, la filosofía o el arte, y aunque se nos llena la boca en su defensa –sirven para conformar un pensamiento más crítico y libre, para profundizar en la complejidad de lo real, etcétera–, nada se hace por potenciarlas. Y aquí es también Ordine quien recuerda que algunos de los descubrimientos más importantes –o útiles– para la humanidad obedecen al desinterés, pues ocurrieron cuando los científicos, al igual que los artistas, seguían su propia curiosidad natural.
La conclusión de todo esto es obvia: en las actuales circunstancias, lo subversivo ahora está del lado de hacer una defensa cerrada de la alta cultura, pues de la baja ya se encargan no solo la industria y el mercado, como antes, sino el sistema entero, y por pura ignorancia.
es escritora
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete