casa de fieras

Moderadamente idiota

Hemos sustituido la convicción por el adverbio

Antes pan, ahora clonazepam

Una mañana en Bailén

En España ya nadie es algo. Todo el mundo es muy algo. El español medio, que antes presumía de sentido común, guasa y cintura, hoy necesita un adverbio para respirar. No se conforma con ser demócrata. Ahora uno es «radicalmente» demócrata o demócrata «radicalmente». ... No se limita a discrepar. Discrepa «profundamente». Y cuando pide perdón, lo pide «sinceramente», que es la forma más hipócrita de no pedirlo del todo. Vivimos en la era del adverbio militante. Los hay de todos los colores, con carnet y sin él. Los «ultra», naturalmente, son los más sinceros. Ya ni disimulan. Van por la vida con su prefijo por bandera, como si «ultra» fuera un título nobiliario o la garantía de que quien lo dice no lo es. El otro día leía el siguiente titular en un digital sincronizado: «Tres jueces distintos descartaron hasta tres querellas ultras contra… (adivinen)». Uno no termina de saber si «ultra» era la querella, el juez, el medio de comunicación o el descarte.

En el extremo opuesto, es decir, justo pegado, están los «moderadamente indignados», los «razonablemente patriotas» y los «ligeramente progresistas». Personas que se bañan en el agua templada de la moral para no coger un catarro ideológico. Lo curioso es que los extremos ya no se enfrentan por ideas, sino por grados de intensidad. Uno grita «extremadamente español» y el otro responde «profundamente europeo», y así van equilibrando el adverbio hasta convertir la conversación en una clase de gramática emocional, de postureo académico que señala, pero con moral en vez de saliva. Los políticos, por supuesto, han hecho del adverbio su chaleco salvavidas. Un ministro nunca engaña: «desliza prudencialmente una inexactitud». Un portavoz no insulta: «critica severamente». Y el presidente no miente: «reflexiona pausadamente un cambio de opinión acompasado por los latidos del corazón».

Los tertulianos, por su parte, han convertido la exageración en oficio. No opinan: opinan contundentemente. Y si no saben de algo, lo hacen rotundamente. En las televisiones, uno no se atreve a ser simplemente sensato: hay que serlo «terriblemente». La frase «estoy de acuerdo» se ha quedado corta; ahora se dice «estoy absolutamente de acuerdo» o incluso estoy «ultra de acuerdo», que es la mejor manera de demostrar al telespectador el tamaño del sobre que recibe. Pero lo malo es que en lo cotidiano el adverbio se ha instalado como un hábito nervioso. Ya no decimos que algo nos gusta porque nos gusta muchísimo. Si algo nos molesta, nos molesta profundamente. Y si alguien muere, ya no muere, fallece trágicamente, muy «especialmente» si lo hace tras cumplir cien años, mientras la familia, apenada, responde al pésame diciendo que les ha cogido de «mega» sorpresa.

Es probable que el adverbio se haya convertido en el último refugio de la emoción impostada. Un modo de parecer intensos sin arriesgar nada. En los bares, en las redes, en los parlamentos, todos competimos por ver quién siente más, quién ama más, quién se indigna más. Hemos sustituido la convicción por el adverbio. Es más barato y da mejor imagen. Huyan del adverbio. Es el refugio de los idiotas.

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