la tercera
El marxismo y los españoles
«Basta un superficial conocimiento del marxismo para darse cuentade que nuestra actual izquierda mantiene los principios de Marx»
Lo prometido es deuda. Les prometí explicar por qué hay tantos españoles marxistas, muchos de ellos sin darse cuenta, y me pongo a la tarea, consciente de su alto riesgo, como el del que cruza una catarata sobre un alambre. Pero vale la pena.
Para ... ello es condición indispensable conocer el pensamiento de Karl Marx, y me valgo de la edición de su obra completa, que compré en el Berlín Este hace medio siglo, un tocho que sólo verlo asusta. Pero tiene una serie de apéndices de nombres y temas que ayudan en la búsqueda. Naturalmente, 'Das Kapital' preside sobre el resto, pero contiene también sus colaboraciones en la prensa norteamericana, el New-York Daily Tribune en especial, donde encontramos hallazgos como 'Das revolutionäre Spanien', que demuestran su conocimiento de la situación española no sólo en los tumultuosos años cincuenta del siglo XIX, sino de mucho antes, sorprendiéndonos con nombres como Don Álvaro de Luna o el Marqués de Villena. España, dice, «tuvo tres revoluciones en ese siglo. La primera duró de 1808 a 1814. La segunda, de 1820 a 1823, y la tercera, de 1834 a 1843. Cuánto durará la ahora en marcha no lo sabemos todavía». Conviene advertir de que los artículos fueron publicados en el diario neoyorkino en inglés, para lo que seguro le ayudó su amigo, colaborador y mecenas Friedrich Engels, que aparte de filósofo y socialista, era mucho más rico, su familia fabricaba tejidos, y conocía mejor la lengua de William Shakespeare.
Y ya es hora de acabar los prolegómenos para entrar en la materia prometida. Basta un superficial conocimiento del marxismo para darse cuenta de que nuestra actual izquierda mantiene los principios de Marx, empezando por su odio a la religión, a la que define como 'opio del pueblo', y amplía asegurando que «cuanto más de sí el hombre atribuye a Dios, menos deja para él mismo». Apuntando con el dedo: «la familia burguesa se basa en el capital, cruel lucro privado».
Si me permiten un inciso, ambos eran demasiado inteligentes para no darse cuenta de que uno venía de la alta burguesía, y el otro, de la baja o media, y de una religión que marca también una forma de vida, lo que puede explicar que el comunismo que predicaban era una religión atea, sin Dios, no en el cielo, sino en la tierra, «el paraíso del proletariado», con sus dogmas, sus guardianes (el partido), sus herejes (los desviacionistas), y su utopía (la igualdad de todos los hombres y mujeres), que resumen en «abolir toda la propiedad privada, que ha convertido la historia en una lucha de clases». Buscan, por tanto, corregir la obra de Dios y acabar con las desigualdades entre los hombres, que traerá la paz perpetua.
¿Cómo se consigue todo esto? Aquí llega lo más gordo: no hace falta ni siquiera luchar, aunque conviene hacerlo para acelerar el proceso, pero «el capitalismo se destruirá a sí mismo debido a sus contradicciones internas, con el poder público convertido en 'consejo de administración' que romperá los intereses de la burguesía y atenderá al bienestar general, con el partido comunista como gestor del trabajo de la población dando el valor apropiado a cada labor». Una vez que pase esta etapa revolucionaria, «crecerán las fuerzas productoras y llegará la riqueza colectiva, dejando atrás el estrecho horizonte burgués, la explotación del hombre por el hombre y la explotación de una nación por otra». Con lo que nos acercamos el objetivo final: «destruir a Dios y al capitalismo. No habiendo otra forma de acabar con él que: impuestos, impuestos y más impuestos».
Examinen ustedes los programas de nuestra izquierda, incluida la soflama estatalista que nos largó el presidente del Gobierno en su último cara a cara con Alberto Núñez Feijóo en el Senado, o los ataque vitriólicos de el portavoz parlamentario de Unidas Podemos, Pablo Echenique, y otros dirigentes de ese partido contra las grandes empresas, y se darán cuenta de que apenas han variado desde que Marx y Engels hicieron público su manifiesto, aunque fuera haya habido intentos fallidos.
El primero fue el de la gran revolución soviética, que empezó traicionando sus principios. Uno de los más firmes era que la revolución proletaria tenía que seguir a la burguesa, que era como calificaban a la francesa. Pero resulta que la primera y única oportunidad que se presentó a Lenin y Stalin de implantar la suya era en un país que ni siquiera había tenido Renacimiento, conservando siervos medievales. ¿Qué hacer? No dudaron, saltarse ambos periodos. Lo han pagado caro. La Revolución soviética conservó amplios rasgos de la Rusia de los zares y aunque logró la victoria contra Alemania, gracias en buena parte a la ayuda norteamericana, careció de elementos tan preciosos para el desarrollo como la libertad e iniciativa privada.
Así ha resultado: un gigante militar con subdesarrollo social. Se dio cuenta de ello Kruchev, que mirando por la ventana de una de las grandes firmas de automóviles norteamericanos en Detroit, y viendo centenares de coches en un inmenso parking preguntó: «Son para exportar, ¿no?», quedándose de piedra cuando le dijeron: «No. Son de los empleados de la empresa que están trabajando». Se lo calló cuando regresó a su país. El primero que lo intentó fue Gorbachov, con su 'Glasnost' (apertura, que correspondería a nuestra Transición). Pero lo apartaron antes de ponerla en marcha. Hubo la esperanza, sobre todo en los círculos intelectuales, de que el castrismo cubano sustituiría el gris ruso por la alegría caribeña. Pero pronto se vio que el comunismo, allí donde ocupa el poder, acaba con la sonrisa y con el progreso, por rico que sea. Miren en su caso hacia Venezuela.
Que España sigue siendo diferente lo demuestra que casi dos siglos después de que Marx y Engels lanzaran su manifiesto, sus tesis son aceptadas por los partidos de izquierda en el poder. Y ya que empecé con una cita suya, acabaré con otra: «Las revoluciones son las locomotoras de la historia. Ningún país, excepto Turquía, es tan poco conocido y tan mal juzgado por el resto de Europa como España». Y eso que Felipe González envió a Marx a las bibliotecas.