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LA HUELLA SONORA

Anatomía de Antonio Vega

Su sensibilidad no fue cursi ni evidente sino un lamento digno, un dolor sin barroquismos, kilo y medio de oro puro, sin matices, formas ni adornos

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José F. Peláez

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Hablamos como si no pasara nada, como si el día menos pensado fuéramos a encontrarnos con él por la calle de la Palma, como si el mundo sin Antonio fuera lo mismo, como si aquel chico solitario y triste hubiera sido uno más y no ... ese gigante que te emocionaba sin gritarte y que llegaba a tonos imposibles porque no le salían de la garganta sino de un corazón a punto de quebrarse. Antonio te paralizaba con miradas profundas porque era muy especial. Estuve en muchos conciertos suyos y nunca he visto un respeto tan grande ante un artista, quizá solo con Camarón. Si aquel día el maestro estaba mal, pues a casa y punto. Pero nadie lo expresaba en alto, nadie quebraba el silencio ni la magia, nadie contaminaba con palabras gastadas el aura mágica que creaba su presencia. Nadie rompía la enorme tensión que surgía justo antes de que diera la primera nota y constatáramos que estaba afinado, que llegaba, que estaba bien y que ya podíamos respirar aliviados y dar un trago a la cerveza. Nadie molestaba a nadie en esas salas pequeñas de los últimos tiempos, las salas de antes del canto del cisne. Todos nos uníamos en una oración interior y entrábamos en comunión con nuestros sentimientos más bonitos, tanto que de lo que me entraban ganas fundamentalmente era de levantarme, protegerle, darle un abrazo, llevármelo a casa, hacerle unas lentejas y taparle con una manta.

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