Recuerdo de los hermanos Bibas: lamento del balancín abandonado
En la entrada de la casa, que nadie se atrevió a ordenar después, yacen abandonados sobre el césped artificial una bañera de bebé, un andador, un coche teledirigido sin una rueda y un castillo de princesas con las puertas desvencijadas.
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'Carajocracia'
El patio del kibutz de la familia Bibas, con los juguetes de los pequeños asesinados por Hamás.
Algunas veces, el dolor toma formas distintas a las emocionales, como si eligiera, de pronto, un objeto, lo poseyera y comenzara a habitarlo para explicarse a través de él. Lo hace suyo y le concede un significado distinto al conocido hasta ahora. Lo transforma para ... siempre en otra cosa que no era hasta ese momento. En el porche de la casa de los Bibas, de donde el 7 de octubre de 2023 Hamás secuestró a Yarden, Shiri y sus hijos Kfir y Ariel (entregados muertos este jueves), quedaron sus juguetes esparcidos en un desorden de naufragio.
En la entrada de la casa, que nadie se atrevió a ordenar después, yacen abandonados sobre el césped artificial una bañera de bebé, un andador, un coche teledirigido sin una rueda y un castillo de princesas con las puertas desvencijadas. Allí quedó también un caballito balancín, blanco y de plástico, asediado por toda aquella sangre. Permanecía acostado sobre su lado derecho, desprovisto de sus pequeños dueños, del movimiento, de las risas y la felicidad que solían rodearlo, derribado, solo y muerto también, a su manera.
Nir Oz, el kibutz en el que Hamás mató a uno de cada cuatro habitantes, era un híbrido entre una urbanización de casas bajas con jardines adornados con manualidades y un cementerio al aire libre
Estaba allí cuando se grabaron aquellas imágenes que acompañarán a los terroristas a los sótanos del infierno: la madre sostiene en sus brazos a los dos niños y mira con espanto a los asesinos que la rodean, que le apuntan y le gritan que haga esto o lo otro. Nir Oz, el kibutz en el que Hamás mató a uno de cada cuatro habitantes, era un híbrido entre una urbanización de casas bajas con jardines adornados con manualidades y un cementerio al aire libre.
Metieron tantos cadáveres en las neveras de la cocina del kibutz que, para eliminar el olor a muerte, probablemente deban derribar el edificio, aunque aún no han tomado la decisión. Las huellas de la masacre permanecen intactas, descoloridas por el sol, la pena y los meses, como aquel caballito echado en el suelo sin su niño, como una lápida de colores.
En la fachada de la casa en la que vivían los críos, nietos de un judío argentino propalestino, el ejército y los forenses han marcado con espray códigos que hablan de secuestrados y muertos, y que uno no termina de descifrar. En la puerta de madera alguien clavó los retratos de los niños que se convirtieron en un símbolo de la barbarie y de la angustia que Hamás ha resuelto de la peor manera posible en la ceremonia de Jan Yunís. Por Hanuka, la navidad judía, los críos israelís jugaban con dados con los nombres de los pequeños.
En la plaza de los rehenes, en Tel Aviv, montaron una mesa con sillas vacías con sus nombres y por todo el mundo colgaron carteles con sus caras desde los que miraban como en otra dimensión, ya. En otros países y en protesta por la brutalidad de la respuesta israelí -más inocentes muertos y juguetes entre los escombros del otro lado-, algunos carteles fueron arrancados en un atentado a la inocencia del que nos costará recuperarnos. El día del atentado, cuando comenzaban a circular las imágenes del secuestro de los Bibas, la ministra de Infancia de nuestro país hablaba del derecho de los palestinos a resistir.
Desde entonces se han transformado en un símbolo, primero de la esperanza, y ahora de la crueldad de los terroristas. Por todas partes se aparecen los pequeños en esas escenas familiares en las que alguien hace una foto o un vídeo consciente de lo rápido que crecen. A todo aquel paraíso hoy hecho añicos, uno añade el balancín y sabe que lo acompañará para siempre como un lamento. El caballito como un enviado de las sombras, lo asalta por sorpresa en los cuartos de juegos de las casas de los amigos con hijos, en los escaparates de las jugueterías y en los catálogos de Reyes. Sucede tantas veces que uno ya se conforma con que todos los balancines serán ese balancín y todos los asesinados de Hamás, esos niños pelirrojos muertos, acostados en sus pequeñas cajas negras, exhibidos por sus asesinos como ofrendas en los altares de la maldad y la locura.