ANTIUTOPÍAS
Un demonio en una iglesia
El arte no es para Lidell un sucedáneo de la catequesis o de las clases escolares de Ética
Guerra a muerte en la ONU
Emanciparnos de la realidad
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Iniciar sesiónQue el muy bienpensante Ministerio de Cultura hubiera reconocido a la muy corruptora e impugnadora del hiperrealismo moral contemporáneo con el premio Nacional de Teatro es, al mismo tiempo, una contradicción y una buena noticia. Por dos razones. Nada ha enervado más a Angélica ... Lidell, la galardonada en cuestión, que la deriva buenista y correctamente política que ha tomado la cultura occidental en los últimos años, un inesperado giro que acabó transformado las artes en un sermón laico sobre los males del mundo contemporáneo; y ninguna institución cultural ha hecho propias esas causas, en especial la descolonización de los museos y la denuncia de los vicios occidentales y su inoculación en las otras culturas, como el Ministerio de Cultura de Urtasun.
Un ministerio buenista, sintonizado con la moda moral contemporánea, premia a una artista libre, crítica del arte con intenciones beatíficas que intenta transformarnos en buenos ciudadanos. Y este inesperado encuentro es más bien un choque entre distintas ideas de lo que hoy en día se entiende por cultura, e incluso de las razones por las que se crean obras de arte. Para algunos, sobre todo para los funcionarios y para los creadores que aspiran al reconocimiento curatorial y a los premios, el arte debe ser un aliado de la moral progresista o una forma de activismo o promoción de las buenas causas. Más que mostrar lo que es el ser humano, aspira a corregir sus vicios y a indicarle lo que debe ser: un ejemplo de conciencia climática y un aguerrido crítico del colonialismo y de vicios nefandos como la esclavitud, el machismo, el racismo o la transfobia.
Los creadores como Lidell están en las antípodas. No se ufanan de hacer un arte didáctico con una función edificante ni de tratar de esparcir las virtudes de los pueblos vernáculos, los buenos sentimientos, la paz o el amor con sus obras. El arte es para ellos una manera de explorar lo humano en toda su complejidad, no un sucedáneo de la catequesis o de las clases escolares de Ética. Entienden que no disponemos de una mejor sonda para avizorar las emociones salvajes, las pulsiones antisociales, las ambivalencias y contradicciones que laten bajo la fina capa civilizatoria, y que todo este material impuro vale la pena traerlo a la superficie porque dice mucho de nosotros, de nuestra complejidad y de nuestra condición ambivalente. Somos, al fin y al cabo, seres capaces de lo mejor y de lo peor, a veces al mismo tiempo, y eso es lo que solía interesar a las prácticas culturales.
Los creadores que vienen de aquel linaje, como Lidell, defienden la libertad del artista porque saben que sin desafío a las convenciones contemporáneas sólo se llega a lugares comunes. El ministerio, en cambio, promueve una cultura que reproduce la agenda moral de la época, la misma que salpica la actualidad noticiosa. Son dos visiones opuestas y eso hace interesante la entrega del premio. Será casi como ver a un demonio entrando en una iglesia evangélica.
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