lente de aumento

Vox, ese estado de ánimo

A Vox no le va tanto gobernar como agitar la indignación, enarbolarla como causa en sí misma

A Sánchez le estorba la democracia

De racistas y tías buenas

Creo que fue Jorge Bustos quien dejó la definición más certera de Podemos. La tribu de Iglesias –lo era entonces y el tabernero continúa pastoreando el rebaño morado entre caña tibia y tapa rancia– es, esencialmente, un estado de ánimo. Añadía Bustos que la formación ... acabaría desinflándose porque nadie puede vivir cabreado de forma permanente. Y añado: tampoco se puede prometer el cielo mientras chapoteas con los pies hundidos en el fango de tu incongruencia.

Podemos se diluyó también por esa costumbre tan fieramente de izquierdas de apuñalarse con la inquina del que comparte el fracaso pero reclama para sí la propiedad privada –y exclusiva– del éxito. Ahora los morados vuelven a sentirse con fuerzas para abandonar el mundo de los muertos (políticamente) vivientes y devorar a esa hija descarriada, casi nefanda, de Yolanda Díaz. Andan empeñados en demostrar que, si de ser extremos se trata, nadie les hace sombra en su lado de la barricada.

Podemos agita el encabronamiento –su estado natural– con la misma soltura con la que, en el otro extremo, Vox agita el suyo. Igual de exaltado pero con menos ínfulas, sin esa veta naíf, horterilla y de épica estilo 'Outlander', Vox no está en modo rodelero ni piquetero de los Tercios, pero tampoco siente la menor necesidad de «asaltar los cielos».

Vox, me parece, está razonablemente cómodo donde está: como corrector de las blanderías del PP, y poco más. Nada de salvar a la patria ni, mucho menos, dirigirla. ¿Para qué correr esos riesgos si el señalamiento ya les resulta cómodo y rentable? A Vox –y hablo de los que conozco en la calle Bambú– no les va tanto gobernar como el aspaviento: agitar la indignación, canalizarla y enarbolarla como causa en sí misma. Eso garantiza mantener la finca controlada para influir sin el desgaste de que te examinen después. Porque todos sabemos que del dicho al hecho hay un trecho inmenso. No creo que Santiago Abascal ni quienes le susurran al oído estén deseando verse sometidos al examen del que gobierna cuando se han arrogado el papel –mucho más cómodo– de inquisidores del Ejecutivo presente y del que venga. Son duchos en el señalamiento. En eso no tienen rival. Son muy buenos, además de estar asistidos por no poca razón y por mucho enervamiento: el mismo que envenena a unos jóvenes cansados de comprobar en sus propias carnes que el país va cada día peor y que su futuro es más negro que un tizón del infierno ('Martín Fierro').

No sé si Vox –Podemos ya demostró que no– tiene algo real que ofrecer a esa juventud. Lo que sí ha demostrado es que sabe pescar en este río revuelto de economía dopada por Europa, sueldos raquíticos, viviendas quiméricas y el runrún de un país que se desliza por la pendiente de su propia frustración. Entre heraldos de la furia y profetas del desencanto, la juventud camina a tientas hacia un futuro que nadie parece dispuesto a construir. Tal vez lo más trágico de todo es que ya ni siquiera se fían de quienes dicen venir a salvarlos.

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