Los piños rotos
SANTO subito proclaman los bárbaros en Internet al exaltado que le ha roto literalmente la cara a Berlusconi, al que por lo visto resulta más fácil dejar sin dientes que sin poder porque para ganarle las elecciones es menester algo más que la breve oportunidad ... de sacudirle un arrimón con lo primero que venga a mano. Tanto la incivil agresión como la espontánea glorificación del culpable representan una desdichada metáfora de la impotencia de una sociedad para liberarse de un gobernante que ejemplifica y representa sus vicios colectivos más inconfesables, y que en cada victoria retrata el subconsciente de unos conciudadanos que luego no soportan verse en el espejo de su perfil populista y jactancioso y olvidan que en democracia todo pueblo acaba, tarde o temprano, teniendo el gobierno que se merece.
El júbilo popular ante el careto ensangrentado de Berlusca representa una alegoría de la frustración de esa izquierda incapaz de construir una mayoría alternativa desde los proyectos y las ideas, y que ante sus reiterados reveses se consuela con la fanática aclamación de un violento trastornado por una venenosa campaña de encono. En vez de preguntarse cómo es posible en una sociedad desarrollada y culta la rocosa hegemonía de un político corrupto, putero, descarado y procaz, sus adversarios se refugian en la exaltación heroica de la brutalidad de un perturbado al que la agitación sectaria convierte en un presunto vengador justiciero. He aquí un tic de profunda hipocresía moral que elude la mirada interior de la autocrítica para proyectar en un acto convulso de violencia la inquina de un terco desengaño.
El recurso a la bofetada, a la embestida, al garrotazo, constituye un rasgo execrable de esa pasión viciada que los latinos tendemos a justificar como una variante temperamental del debate político, pero que no es más que la expresión prístina del fracaso democrático. Los piños rotos de Berlusconi elevarán, encima, su popularidad petulante y le permitirán condecorarse a sí mismo como la víctima de la ferocidad extremista que en efecto ha acabado resultando después de tantas transgresiones políticas, legales y éticas como ha cometido. Pero la hemiplejía moral de los aplaudidores del agresor se conforma con esta degradada expresión de intolerancia que supone la degradante ultima ratio de la ineptitud para la convicción.«MC1»
Hay un mal profundo en las colectividades que zanjan sus disputas políticas con bocas partidas y/o patadas en los riñones. Una enfermedad inoculada por el virus de la intransigencia, que a menudo traslada la culpabilidad sobre las víctimas y tiende a exonerar a los verdugos con vagas coartadas de hartazgo. Un puñetazo es siempre un puñetazo: un naufragio de la concordia, un descalabro de la inteligencia. Un desastre de la civilidad que nos devuelve a la dialéctica salvaje de la selva.
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