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La otra España

Artistas infalibles, hijos de la ruta del sacrificio

Luis Ventoso

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Con la venia, hoy me tomo vacaciones de Puigdemont. En parte por no avinagrarme (el golpista cesado sigue grabando vídeos en edificios de la Generalitat, que distribuye TV3, y probablemente continuará con berlina y escolta; mientras nuestra fiscalía se toma el vermú durante el fin de semana, permite que el delincuente campe a sus anchas y espera al lunes para actuar).

Los Cavia son los premios más importantes del periodismo español, como reconocen hasta los competidores de ABC. En la cena en la que se entregan impera siempre una atmósfera elegante, pero en realidad de relajada cordialidad y sencillez, lejos de las chocarrerías de nuevo rico de otras escuelas. Este año ganó el cineasta José Luis Garci, que se metió al público en el bolsillo con su discurso, mágico y sin papeles. Garci es un personaje del siglo XX, cuya encantadora oratoria huele a Floid, a cine en blanco y negro, novelas amarilleadas, swing, héroes deportivos olvidados y el poso de los periódicos de papel. Probablemente su mundo ya no existe y ahí radica su atractivo: el del testigo final. Todo punteado además por un feliz sentido del humor, atributo de la inteligencia que escasea en esta España iracunda y regañona. A mitad de su discurso, Garci parecía Sherezade: el respetable, hipnotizado, se habría quedado hasta el alba escuchándolo.

En una de las mesas se sentaba un hombre de 45 años, de complexión menuda, pelo negro repeinado hacia atrás y ataviado con un esmoquin de terciopelo de querencia dandy. Era Enrique Ponce. El maestro valenciano, un líder de su oficio, que ha salido cuatro veces por la Puerta Grande de Las Ventas, escuchaba educado y atento a otros comensales. Pero cuando se le inquirió sobre cuestiones de su magisterio, Enrique hizo un regalo a sus compañeros de mesa, porque no solo charló sobre toros, sino que impartió una inolvidable lección de vida. Contó cómo a los cinco años comenzó a aprender a torear de la mano de su abuelo, que soñó con llegar a matador, pero vio su carrera truncada por el trauma bélico del 36. Enrique sacó su móvil y mostró una fotografía de sí mismo de chavalín: inocencia en los ojos, mofletes sonrosados, pero ya vestido de luces y enfrentado a bichos de 500 kilos. El más seguro y clásico de los toreos actuales, el artista de la técnica perfecta, del conocimiento absoluto del toro, nos recordó que se debe torear despacio, con gusto y clase. Del eco de sus palabras dedujimos que alguna figura de gran márketing, que va de Yukio Mishima frente a las reses, que cultiva un tremendismo suicida y apenas torea, para nada representa la esencia de su arte.

Luego llegó lo memorable. Con evidente emoción, Enrique explicó que el toreo es una extraordinaria forja de buenas personas. Desde la infancia has de respetar la jerarquía de la edad y el saber, aprender a obedecer a tus maestros. Además exige sacrificio y constancia, y también un formidable valor. Eso dijo Enrique Ponce. Luego se calló con una sonrisa tranquila.

Disto de ser un forofo de los toros, pero no me costó comprender que acababa de conocer a un hombre extraordinario. Un artista infalible y un ser humano templado. Un hijo de la ruta del esfuerzo.

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