Cambio de guardia
Lo que no muere
¿Sobrevivirá algo a este caos?, ¿hay algo que, en la vida de los hombres, no muera?
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Iniciar sesiónEs el título de una novela de juventud de Barbey d’Aurevilly: «Lo que no muere». Una novela en la cual se muere mucho. No es lo más memorable de su obra: lo son las seis exquisitas miniaturas que trenzan «Las diabólicas». Pero de esa ... novela, excesiva en todo, a la que Barbey sólo permitió ver la luz en 1884, medio siglo después de escrita, recordaba yo algo que me movió a rebuscar ayer en las páginas de los dos volúmenes que recogen la obra del más fiel discípulo continental de Beau Brummell. ¿Hay algo que no muera en los transitorios mundos de los cuales somos hijos? La pregunta se me hace urgente ahora, cuando atisbamos el ocaso de este universo nuestro que, como todos los humanos en todo momento, creímos instalado en la eternidad.
El pasaje, que yo recordaba vagamente, es el que cierra la novela. Allan, su protagonista, epiloga la historia de malentendidos, muerte, incestos..., que desborda toda lógica en el relato de sus años jóvenes: todo, condenado a muerte por el curso inapelable del tiempo. Se pregunta entonces: ¿sobrevivirá algo a este caos?, ¿hay algo que, en la vida de los hombres, no muera? Y el lector espera que el gran decadentista invoque el supremo amor de Yseult: a sus amantes, a sus hijas, a su nieta... Pero Barbey ha escrito demasiado cruelmente para permitirse tal consuelo. No, no es eso. Y, sin embargo..., sin embargo, al dandy lo sacude una grandeza intangible; más soberana que el amor, que se extinguirá; más noble, pues: la piedad, «esa inalienable piedad, que, cuando todo, sentimiento como pasiones, ha naufragado..., es la única cosa que no puede jamás morir».
En la madrugada de vísperas de esa noche de Navidad a la que nunca presté atención excesiva, me he envuelto en la soledad que imponen unos herméticos cascos de oír música. En la versión del «Ensemble Wesser-Renaissance» de Bremen, suenan en bucle los tres minutos y catorce segundos del «O magnum mysterium» de Cristobal de Morales. Con inconmovible certeza, todos los grandes del siglo XVI dieron su versión de esos mínimos ocho versos que dicen el nacer entre dos bestias de un niño al cual se reconoce como Dios. Yo, que carezco de devociones trascendentes, he observado siempre un primordial estupor ante algunas de esas composiciones. Me conmueve la elegante delicadeza de William Byrd, la lírica tan tenue de Tomás Luis de Victoria, la brillantez de Palestrina, la solemnidad de tantos otros… Pero en Morales hay esa fuerza inaugural que a nada es comparable: oración y música creando un mundo. Éste cuyo confín último nosotros habitamos. Ahora.
Sólo en el «Erbarme dich» de Bach me es dado rozar, como en Morales, ese límite insoportable de la belleza al cual llamamos arte: abolición misteriosa -inquietante, pues- del tiempo que nos mata. Quedará esto, me digo. Puede que la piedad de Barbey d’Aurevilly, aquel viejo dandy, significara lo mismo.
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