Cambio de guardia
Jaque al poder judicial
¿No nos gusta el poder judicial? Pues lo cambiamos. Ése es el golpe. Ahora

«Rayo que golpea antes de que el trueno pueda ser escuchado entre las nubes»: la belleza con que la definición se forja en 1639 no atenúa su contundencia. Eso es un golpe de Estado: la mecánica por la cual un adversario es reducido a ... ceniza antes de que pueda siquiera sospecharse amenazado. Nuestro mundo es mucho menos original de lo que imaginamos. Aun en sus golpes. Los de Estado, por ejemplo: cuyo concepto acuñó Gabriel Naudé para dar razón de la estrategia universal y ultima ratio sobre la cual se asienta el poder político. Un golpe de Estado triunfa no pronunciando jamás su nombre. Un golpe que se dice golpe queda, en el acto mismo de hacer esa proclamación, devaluado.
Interesadas distorsiones reducen el uso de «golpe de Estado» a los asaltos que, desde fuera, buscan destruir un régimen existente. Pero para lo contrario fue forjado el concepto, hace cuatro siglos. Se golpea, principalmente, «desde el Estado» para reajustar los límites legales contra los que un poder establecido choca. Naudé: llamamos «golpes de Estado a las acciones intrépidas y extraordinarias que los príncipes se ven forzados a ejecutar, en situaciones difíciles y desesperadas, contra el derecho común, sin preservar siquiera orden y forma de justicia». ¿Su coartada? «Favorecer el interés público frente al privado».
Recapitulemos el cercanísimo presente.
El jueves, 8 de octubre, los magistrados del Tribunal Superior de Justicia fallaban contra el Gobierno de Sánchez en su propósito de confinar Madrid. En la mañana del viernes 9, el Gobierno de Sánchez dictaba Estado de Alarma contra los madrileños. E imponía por decreto lo que el poder judicial había condenado. Fue un golpe. Minúsculo, si se quiere. Pero no hay minucias, en este ajedrez, que no descabalen el dispositivo total del tablero. Recordé un irónico pasaje de Montesquieu, menos citado que su canónico «es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». El que advierte cómo, pese a las buenas intenciones, «la potencia de juzgar, tan terrible entre los hombres, acaba por aparecer como, por así decir, invisible y nula», puesto que no hay sentencia suya que pueda ser materializada sin la fuerza material -y armada- que posee otro: el ejecutivo.
Pero ese «golpe microscópico» del 9 de octubre no podía venir sólo. Sin una depuración a fondo de la magistratura, el riesgo de ver trabadas sus actuaciones constituía una insufrible incomodidad para el doctor presidente y su charanga populista. No hay populismo que pueda soportar una real división de poderes. Mucho menos, cuando el poder judicial amenaza con poner el microscopio sobre la articulación podrida de todos los movimientos demagogos: su fangosa financiación desde lugares tan bucólicamente democráticos como Irán y Venezuela. ¿No nos gusta el poder judicial? Pues lo cambiamos. Ése es el golpe. Ahora.
Ayuso ha pagado la escenificación de su despliegue: porque todo golpe debe ser espectáculo ejemplarizante, tanto como intimidatorio. Pero el golpe, el de verdad, no es contra ella. Es contra el poder judicial, último obstáculo que limita a Sánchez. Y nadie que haya leído a Naudé puede engañarse. No está en juego un gobierno regional. Ni uno nacional siquiera. Está en juego el Estado. Y la crasa tentación de unos irresponsables que no se detendrán ante el desdén de Quinto Curcio: «Nada hay que arrastre a actuar al populacho con más eficacia que la superstición». Superstición: ellos la llaman «asaltar los cielos».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete