Cambio de guardia
El chamán y el asesino
«¡Mata el machismo, no el coronavirus!». Palabras. Hueras, locas… Al final, asesinas
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Iniciar sesiónMi generación fue nominalista. Fue exaltante apresar la vida autónoma de las palabras. En la lectura de los maestros de final de los sesenta, aprendimos que los sujetos no eran -éramos- más que amasijos verbales: «nudo de significantes». Me vuelve ahora, con nostalgia, la ironía ... de Lévi-Strauss, aquel sabio entre los sabios. Sugería, en sus clases, algo terrible. Pero ya se sabe -nos decíamos- cómo era el humor del maestro. Y lo olvidábamos. Tenía razón. Y, en aquel París de hipnóticas palabras, el etnólogo que había catalogado el mundo nos recordaba lo elemental: que la frontera entre nominalismo y chamanismo es muy tenue. Y que los jóvenes, que en aquellos años cotorreábamos letanías como cañonazos de Foucault, de Lacan, de Barthes, estábamos repitiendo las liturgias -por él catalogadas- que hacen del joven guerrero altavoz del mago, cuyas palabras no explican el mundo, lo construyen. Y, en el mundo, construyen a cada uno de los que a sí mismos se etiquetan de hombres.
Los tiempos de opulencia son peligrosos. Cuando uno tiene todo -o cree tenerlo- a su alcance, una última alucinación va a tentarlo: la de soñarse a sí mismo aquel que inventa mundos, que los crea literalmente al nombrarlos. Y que otorga a esos mundos los atributos exactos de sus deseos: mundos a la medida de los fantasmas que su lengua codifica como universales. En ese punto, si el embrujo chamánico ha sido bien forjado, el sujeto de la tribu nace y la realidad se esfuma. Y todo se transforma en exorcismo. La lengua del exorcismo -cualquiera que se haya asomado a la historia de las humanas utopías sabe eso- es idéntica a la lengua de la locura: como el psicótico, el exorcista crea un mundo, al cual él llama «el mundo» al darle nombre. Y en él se encierra. Hasta la muerte propia o la ajena. Y, en todas las sociedades humanas, la tentación de ese encierro es la más mortífera: porque poner a salvo la propia identidad -lúcida o demente, no importa- es la obsesión primera del hablante.
Vista desde el vacío de palabras en el cual vivimos, desde que hace cuatro semanas perdimos ese mundo, la locura de aquella red de palabras, que fue la nuestra, mueve a carcajada. Contengámosla. De aquel inventar verbalmente lo real nos ha venido la tragedia. Hemos inventado las mayores estupideces. Ufanos de nuestro ingenio. A los viejos dioses muertos, los hemos reemplazado con supersticiones lingüísticas risibles. Complacidos, hemos profetizado un universo «global» y acorde a nuestra media. Hemos trasplantado el «género», de la gramática a las individuales cosas que son los hombres. Hemos desplazado la ficción de «igualdad ante la ley», sobre la cual los revolucionarios del siglo XIX inventaron Europa, hasta hacer de ella «igualdad entre individuos reales», ese oxímoron, cuando hasta un niño sabe que no hay dos cosas iguales, que iguales son los nombres, no las realidades. Hemos soñado que la enfermedad -y, en el límite, la muerte- iba a ser abolida; pero la enfermedad, como tan bien sabían los hombres del Barroco, «es el hombre»… Nuestro mundo se lo tragaron nuestras palabras.
Me volvió todo a la cabeza, hace un mes, cuando escuchaba a gentes embrujadas elevar su litúrgico «¡mata el machismo, no el coronavirus!». Palabras. Hueras, locas… Al final, asesinas. Como suele suceder con las palabras mántricas. No pensaba que la lección acabaría por ser tan cruel. Para todos. La realidad retorna. Siempre. Bajo especies de enfermedad y muerte. Y no valen ya exorcismos. Ni chamanes.
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