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Iniciar sesiónPodría haber titulado esta Tercera trick or treat, truco o trato, con que los niños norteamericanos piden caramelos a los vecinos ahora que Halloween se ha popularizado en España, pues el Brexit y el «procés» tienen tanto de engañifa como de negociación. Diría incluso que ... más de lo primero, al tener ambos procesos en común su origen, una patraña de proporciones históricas: los políticos ingleses y catalanes contaron a sus ciudadanos que salir de la Unión Europea y de España sería un momio, una ganga, un edén. O sea, jauja. Por lo pronto, los british se quitaban de encima a los odiosos, retrasados, ignorantes continentals, o resto de los europeos, y los catalanes, a los españoles, para volver a ser dueños absolutos de sus asuntos, dineros, fronteras y formas de vida. Lo que en un planeta convertido en aldea global revela una falta de visión enciclopédica. Luego, volverían los días imperiales para los ingleses, desde Australia a Canadá, la Royal Navy dueña de los océanos, como los Païses Catalans, del Mediterráneo, donde los peces llevarían las barras rojas y amarillas (evitándose decir que era el escudo del Reino de Aragón). Por último, hacia esos dos emporios de fuerza y riqueza, acudiría el dinero de todo el mundo, en busca de refugio. Además, gratis. Españoles y europeos, conscientes de su inferioridad, los aceptarían sin rechistar. Colorín, colorado.
Tal relato ha resultado las cuentas de la lechera. Nada ha salido como lo anunciado. Abandonar la Unión Europea, como abandonar España, no es ni tan barato, ni tan sencillo ni tan glorioso para el Reino Unido ni para Cataluña. De entrada, prescindir de golpe de un mercado infinitamente mayor que el suyo es difícil como sabe cualquier comerciante o fabricante. Y, como el dinero es cobarde, las firmas y compañías asentadas en el Reino Unido, hacen sus maletas para asentarse en el Continente, como las agencias comunitarias. Como Cataluña ha visto huir la sede social de sus principales empresas, por lo que pueda pasar, y las finanzas de la Generalitat presentan déficits cada vez mayores, teniendo que financiarse con préstamos del Estado español, ya que sus bonos han caído a la categoría de basura. Tampoco se ha cumplido el pronóstico de que tanto la Unión Europea como España aceptarían su salida con lágrimas, pero sin oponer resistencia. «Nos tiramos un farol» confesó la exconsejera de la Generalitat Clara Ponsati, de vuelta a su cátedra escocesa. Es lo que está diciendo, con voz doliente, mrs. May cada vez que regresa a Bruselas con la noticia de que su Parlamento ha vuelto a rechazar el acuerdo del Brexit que habían acordado. La Unión Europea, consciente de que la salida de un miembro tan rico y poderoso significará una seria pérdida para ella, está haciendo lo posible para que los británicos entren en razón, concediéndoles prórroga tras prórroga. Pero a lo que no está dispuesta es a que se vaya de rositas como pretende, porque eso sentaría el precedente de que cualquiera podría hacerlo y, a la postre, el fin de la Unión. También España, tras décadas de negligencia, vacilaciones y humillaciones, enfrentada a algo tan grave como una declaración de independencia, proclamó el artículo 155 de la Constitución, que lo prohíbe. Bastó para que el castillo de naipes que los secesionistas habían montado se desplomase. Hoy, sus líderes se sientan ante el Tribunal Supremo o andan desperdigados por el mundo contando sus desgracias.
Pero lo más grave de todo no es eso, con ser gravísimo. Lo más grave es que ese farol, esa arrogancia, esas cuentas de la lechera han roto ambas sociedades, con tanta profundidad como virulencia. El Reino Unido es menos unido que nunca en su reciente historia, y la sociedad catalana no sólo se divide en independentistas y españolistas, sino que los independentistas van cada uno por su lado, en el camino a seguir y acusaciones de traición. Uno de los datos más importante de las próximas elecciones será ver si el voto conjunto secesionista, que llegó al 47 por ciento en las últimas, subirá o bajará. Si baja, aunque sea mínimamente, será señal de que ha cambiado la marea.
Lo que sería esperanzador, pero en modo alguno significaría que podamos volver a la conllevancia orteguiana o a la mansedumbre rajoniana, por no hablar ya de la sumisión que practicaron todos los gobiernos de la democracia. El separatismo no se combate con concesiones. Al revés, cuanto más se le da, más pide por una razón muy simple: le reafirma en su idea de que tienen derecho a ello, y a más. Tras el duro trago que estamos pasando, ningún gobierno español tendría que depender de los nacionalistas de cualquier signo, especialmente el vasco y el catalán. Ya sé que esto es más fácil de decir que de lograr, con la escena política más fragmentada que nunca. Pero al menos entre los dos grandes partidos debería firmarse un «pacto de honor» para no gobernar con aquéllos. ¿Es mucho pedirles? No lo creo, aunque las distancias ideológicas no han hecho más que alargarse y las inquinas personales hacen difícil cualquier tipo de aproximación.
Lo que más me entristece es ver que los nuevos partidos, que deberían tener una visión más moderna y menos dogmática de las necesidades de la nación, son los que con más fiereza se encastillan en posiciones extremas que, por simple ósmosis o estrategia electoral, se transmiten a su cima. Aún así, veo más fácil que se entiendan los políticos veteranos que los bisoños. Lo malo es que los veteranos están retirados y los bisoños, al mando. Y, encima, no tienen la experiencia necesaria para comprender la gravedad del momento que atravesamos. Que esté ocurriendo lo mismo en un país con una tradición democrática como Inglaterra es flaco consuelo, por aquello del mal de muchos. Dada la nula capacidad que están mostrando los políticos españoles de todos los partidos, de convencer, excepto a los ya convencidos, mi única esperanza empieza a estar en los restos del sentido común que quedan en el pueblo llano, según detecto en los intercambios con todo tipo de gentes, catalanes incluidos.
El seny no ha desaparecido del todo e incluso los más nacionalistas han comprobado cómo les han mentido y el flaco favor que les han hecho embarcándolos en la aventura separatista. Tras haberles escuchado que el referéndum «no fue vinculante» (Forn) e incluso «ilegal». O «siguiendo el mandato de la ciudadanía» (Turull), sería un buen momento de que ésta les exigiera cuentas. ¿Hay todavía la posibilidad de que la «España plural, pero unida» de la Constitución pueda constituirse? Pienso que sí, tras la tremenda lección que hemos sufrido. En ese sentido, el juicio al «procés» en el Supremo es una escuela para todos, al enseñarnos que un Estado de Derecho es la mejor, por no decir única, garantía de convivencia. Otro día les hablare de ello. Aquí sólo quería advertir de que nos estamos jugando no ya el pasado, en el que hubo de todo, sino también el futuro. Dejarlo en manos de quienes siguen prometiéndonos rosas y vino, al tiempo que hacen las cuentas de la lechera, es una apuesta demasiado arriesgada.
José María Carrascal es periodista
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