Álvaro Vargas Llosa - Algo trae el Potomac
Nada entre escombros
Tras la deflagración de Beirut, el edificio donde vive era una ruina. Nada Chedid Ziade está viva de milagro
Perdonen esta traviesa nota personal. El azar quiso que, a esa hora, Nada Chedid Ziade estuviera tomando un café en un centro comercial. Cuando la deflagración convirtió Beirut en escombros y todo se hacía trizas a su alrededor, ella se metió debajo de una mesa, ... un segundo antes de que una plancha de aluminio cayera donde habían estado sus piernas. En el trayecto a su edificio, tuvo la ternura -la sangre fría- de llamarme y decirme, con voz urgente sin miedo, que estaba viva y no quería que, enterado de las noticias, yo la diera por muerta al no poder comunicarme con ella (sus escenarios beirutíes son cercanos al puerto). Cuando llegó, su edificio era una ruina, incluido su piso, según me contó con la minuciosidad de una reportera y el ojo panorámico de una documentalista. Dos vecinas suyas murieron, una persona que trabaja con ella fue llevada al hospital con heridas, y pronto le llegaron noticias de una amiga muerta y más heridos conocidos.
Su caso es un homenaje al español. Criada en árabe y francés, como tantos maronitas, mayormente en Trípoli, su familia se trasladó luego a Jounieh, donde pasó parte de esa guerra de quince años que mató a casi 150.000 personas y expulsó del país a un millón.
La guerra no evitó que fuera a la universidad, ahora en inglés, con la misma entereza con que, el otro día, mientras serpenteaba entre cuerpos y cascotes y charcos de sangre, me relataba su peripecia superviviente y, con ironía, el destino de su país, otrora admirable, que ha sido ocupado por dieciséis países, cuya capital ha sido reconstruida siete veces, cuyo nombre ha perdurado cuatro mil años y es el único del mundo árabe que no gobierna un dictador.
A los 30 años, decidió entregar parte de su vida al español, tan exótico allí. Lo estudió con obsesión, lo dominó, y trabajó para el Instituto Cervantes casi una década. Es allí donde, durante una visita familiar, la conocí en 2006. Desde el Cervantes, promocionaba la cultura en español, trayendo escritores, pintores, cineastas, y difundía la lengua.
Pidió a España la nacionalidad española por carta de naturaleza. Le contestaron que sólo la merecían los futbolistas famosos. No se encerró en el rencor: puso una librería, Tinta Negra, dedicada a vender libros en español o traducidos del español, que también hacía las veces de galería hispana. Además tradujo a Javier Cercas y a Muñoz Molina. Tinta Negra duró, heroicamente, lo que el hundimiento del Líbano permitió. En 2014, la embajada española la condecoró, un gesto justo que no borra la antigua y vigente injusticia.
En febrero coincidimos en París. No sabía de ella desde hacía década y media. Mi mujer, una persona admirable y extraordinaria, y yo habíamos tomado rumbos separados hacía ya años. Nada también estaba libre: iniciamos una improbable relación. Todo, desde entonces, conspira contra nosotros: la pandemia, que nos distanció en kilómetros y meses; la debacle financiera y su correlato, el control de capitales, que asfixia a los libaneses; el cierre de Europa a casi todos los ciudadanos de terceros países.
Logramos vernos hace poco en Turquía, único lugar posible, donde el escritor Gonzalo Manglano, director del Cervantes de Estambul; Ebru, su novia turca, y Ramiro Villapadierna, legendario corresponsal de ABC y hoy director del Cervantes de Fránkfurt, que estaba de paso, enriquecieron nuestro viaje.
Nada está viva de milagro. Esta nota pudo ser un epitafio. Qué alivio: como en Le pont Mirabeau, el poema de Apollinaire, la alegría siempre viene tras de la pena.
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