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La disneyficación de Toledo

El filósofo Luis Peñalver Alhambra critica que la ciudad se está convirtiendo en un parque de atracciones para los turistas

Luis Peñalver

Juan y Marta son una pareja de Badajoz que han venido con sus dos hijos pequeños a pasar el día en Toledo. Se alojan en un hotel del parque temático Puy du Fou, pues por la noche tienen entradas para su espectáculo estrella, 'El sueño de Toledo'. Lo de aparcar el coche no ha sido sueño sino pesadilla. Después de dar muchas vueltas, han conseguido dejarlo en el parking disuasorio que hay al otro lado del río. Cruzar el puente de Azarquiel con estos calores resulta agobiante, pero lo peor ha sido subir por el remonte mecánico cargado de turistas, sobre todo cuando éste se ha detenido a mitad de recorrido, dejando varado a un grupo de franceses de la tercera edad, alguno de los cuales se ha desestabilizado con el brusco parón y ha acabado cayéndose.

El flujo de turistas que suben y bajan por la Cuesta de las Armas es tan intenso, entre las excursiones de escolares, grupos de coreanos, italianos y nacionales, que deambular por las exiguas aceras supone un peligro para la vida, sobre todo cuando los mastodónticos autobuses urbanos pasan tan cerca de los viandantes que casi los rozan. Por suerte, a algún iluminado concejal se le ha ocurrido poner un paso de cebra al final de dicha Cuesta, de modo que nuestra familia ya se encuentra sana y salva en Zocodover, que por las sombrillas multicolores que exhibe más parece playa que plaza.

Los extremeños ya tienen medio apalabrada una visita con un free tour, pero se ha hecho tarde y los niños quieren comer. Hablan de buscar un restaurante, y una conocida web les ofrecen algunas propuestas tentadoras, pero lo que no saben es que para comer algo digno en Toledo sin reserva y en fin de semana hay que encomendarse a san Asperito, el patrón de las causas imposibles. Tan difícil resulta comer en la capital regional como aparcar, así que dejaremos a nuestra esforzada familia comiéndose un bocadillo de jamón en un pretil para entrar en algunas consideraciones urbanísticas.

Cuando el paseante camina a duras penas por la abarrotada calle del Comercio (del comercio turístico, se entiende), piensa cómo la identidad de ciudades históricas como Toledo se está debilitando de manera alarmante, «como un anciano en su lecho de muerte», por emplear las aclaradoras palabras de Salvatore Settis. La pérdida de fuerza vital tiene mucho que ver con el empeño de transformar en fetiche una imagen romántica de la ciudad, una imagen que se alimenta de los mitos y las nostalgias del pasado.

La ciudad real, la ciudad en la que viven los ciudadanos, poco a poco se va apagando conforme crece el delirio del simulacro o la imitación, hasta el punto que cada vez se asemeja más al vecino parque temático. En este gigantesco atrezzo de ciudad medieval, a los escasos habitantes del casco las autoridades municipales les han dejado un papel residual, convirtiéndolos en meros espectadores pasivos del suicidio de su ciudad. A nuestros servidores públicos no les interesa repoblar el casco histórico con ciudadanos jóvenes o crear centros de día para que nuestros mayores no tengan que irse a residencias en un erial junto a la carretera de Burguillos, sino que prefieren aliarse con la monocultura turístico-hotelera, la principal interesada en que esta embalsamada ciudad-museo acabe siendo de uso exclusivo del turismo de masas.

Santa hostelería, escribimos alguna vez, que invade las calles y plazas públicas de Santa hostelería, escribimos alguna vez, que invade las calles y plazas públicas de estructuras fijas para instalar sus terrazas. ¿Dónde quedan esos ecosistemas urbanos de casas, patios y calles habitadas, que durante siglos constituyeron el alma y la esencia de la ciudad? Los escasísimos que quedan los «tahúres del urbanismo» los han transformado, como escribe José Ramón González de la Cal, en «paradojas vivientes y sin cabida en el pseudomoderno urbanismo contemporáneo que, con sus leyes y reglamentos ha sustituido el campo por capital natural, la casa por capital inmueble, las personas por capital humano».

Si recordamos aquellas palabras de Isaiah Berlin, «mi paisaje son las personas», hay que decir que Toledo se está quedando sin paisaje humano. Muchos de los que nacieron en la antigua maternidad de la calle San Juan de Dios, que ahora nuestros próceres quieren convertir en un hotel (actividad mucho más lucrativa que la de una residencia de ancianos), están viendo morir la ciudad en la que vinieron al mundo.

¿Alguna ocurrencia del equipo municipal de gobierno para paliar y revertir esta situación? Aparte de remodelar la Vega para crear una entrada imperial donde organizar impresionantes juegos de luz y sonido, desmontar el Valle para crear un formidable mirador y así proyectar impresionantes juegos de luz y sonido, y poner no uno, sino dos teleféricos panorámicos, quizás también para poder ver desde el aire impresionantes juegos de luz y sonido, nada. No están haciendo nada. Eso sí, les faltará tiempo para desfilar con esa respetabilidad emperifollada y engolada que suelen lucir en la procesión del Corpus. También acudirá el otro, el presidente de la región autónoma, el mismo que nos ha prometido tantas veces a los toledanos que si le votábamos volveríamos a bañarnos en el Tajo. Al menos hay que reconocerles a estas autoridades su capacidad para organizar parques de atracciones y circos de tres pistas.

Sin duda gracias a ellos, Toledo se disneyficará por completo antes de que nos demos cuenta. La familia de Badajoz, que, agotada de soportar largas colas, ha decidido poner fin a su visita toledana porque se acerca la hora del espectáculo de Puy du Fou, no sabe que muchos vecinos se están yendo del Casco porque no soportan más las incomodidades de la avalancha turística, o que los jóvenes a los que les gustaría vivir en el centro histórico no lo pueden hacer porque los apartamentos se han vuelto inasequibles por culpa de la proliferación de los alojamientos turísticos.

Urge coger el coche y abandonar la ciudad patrimonio de la humanidad, pero el coche no está donde lo dejaron, como si se hubiese esfumado. En realidad, se lo ha llevado la grúa. El apurado padre de familia no lo entiende, pues si bien es verdad que no dejó el auto en una plaza demasiado ortodoxa (porque no la había), lo estacionó en un lugar de tierra donde no estorbaba a nadie. El taxista que llevó a la familia al depósito municipal les explicó que hace este servicio varias veces al día, pues gracias a esas cámaras que el ayuntamiento ha puesto por todas las vías de la ciudad (para estas «prioridades» siempre hay dinero) saben exactamente cuándo se cubre el número de plazas del aparcamiento, y siempre hay una grúa al acecho.

Ignoramos si nuestra familia llegó a tiempo para quedarse boquiabierta con «El sueño de Toledo».

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