La gran fortaleza de Isabel II
Todo el mundo ya echa de menos lo que representaba porque era un símbolo de extraordinaria continuidad, capaz de combinar la creencia en la tradición con el reconocimiento de que el mundo había cambiado
Windsor, el acto final de 70 años de reinado

Pertenezco a una generación que fue educada para ser muy monárquica. Nací en mayo de 1954, un año después de la coronación. Todas las navidades, nos colocábamos alrededor del televisor para ver el discurso anual de la Reina, pronunciado en aquellos días con un acento ... mucho más marcado que el que tuvo después (esto era así para todo el mundo, a medida que la idea de una pronunciación inglesa estándar fue desapareciendo en favor de los acentos regionales). Al final de mi primera visita al cine para ver 'Summer Holiday' de Cliff Richard en 1963, nos pusimos en pie cuando acabó la sesión para cantar el himno nacional. Mi padre había trabajado para la administración pública británica y era reverente por instinto, ya que había nacido con un fuerte sentido del orden jerárquico, con la Reina definitivamente en la cima y todos los demás muy por debajo. Aunque se adaptó a un orden social más democrático después de la Segunda Guerra Mundial, al igual que hizo ella, conservó la mentalidad de clase y una creencia en el ceremonial cívico que eran universales en Gran Bretaña antes de la Segunda Guerra Mundial.
Las actitudes hacia la Monarquía empezaron a cambiar durante la década de 1960, al igual que tantas otras cosas, pero la Reina siguió siendo en gran medida una representante de su generación: había servido en la guerra; tenía un fuerte sentido del deber nacional; le gustaba escuchar lo que probablemente todavía llamaba la radio inalámbrica; se dice que conservaba algo de la austeridad de quienes habían soportado el racionamiento, y apagaba las luces del Palacio de Buckingham para ahorrar dinero. No creía en la expresión pública de las emociones, y llamó la atención que se quedara en Escocia tras la muerte de la princesa Diana, sin caer en la cuenta de que, en agosto de 1997, los británicos habían renunciado a la impasibilidad y estaban amontonando flores frente a las puertas del Palacio de Buckingham. Tengo la ligera sospecha de que ella podría haber considerado la expresión universal de emoción pública tras su muerte como algo excesivo, dado que ya había puesto todo en orden para su sucesor y probablemente estaba deseando reunirse con su marido en otro lugar. Había sobrevivido lo suficiente para cumplir con su deber de dar la bienvenida a un nuevo primer ministro y luego tal vez sintió, con toda legitimidad, que ya había tenido suficiente.
La traté unas pocas veces, pero no era alguien fácil de conocer. Esa era su gran fortaleza. Se interesaba por todo el mundo por igual y trataba a todos al mismo nivel, aunque tuve la impresión de que tal vez se mostrase más cercana con los invitados a pasar el fin de semana en el Castillo de Windsor.
Se interesaba por todo el mundo por igual y trataba a todos al mismo nivel
Vino a inaugurar la nueva ala de la National Portrait Gallery en mayo de 2000. El Duque de Edimburgo estaba un poco irritable, pero nunca he oído a nadie decir eso de ella. Siempre se mostraba impecablemente profesional, capaz de controlar totalmente sus emociones, aunque supongo que después bromearía con el Duque sobre los acontecimientos del día cuando cenaran en privado.
Cuando yo era Secretario y Director General de la Royal Academy, se esperaba que la viera cada año con el presidente, aunque resultó ser más bien cada dos años. La primera vez que fui, su secretario privado me dijo que se interesaría por nuestras reformas constitucionales, pero resultó estar profunda y apasionadamente interesada, y sorprendentemente bien informada, respecto a las dificultades que habíamos tenido a la hora de organizar una exposición de arte francés procedente de museos rusos. Había leído sobre ello, pero quería conocer los detalles, incluidos los cotilleos. Siempre tuve la sensación de que era una persona excepcionalmente bien informada, que leía los periódicos a fondo todas las mañanas mientras desayunaba, igual de minuciosamente que los informes que le entregaban en cajas rojas para preparar las reuniones del día. Su habitación era austera. No creo que hubiese querido que la modernizaran. Había una sensación de orden sistemático. Al cabo de media hora exacta, estaba claro que había llegado el momento de marcharse; nunca supe cómo lo hacían. Todo funcionaba como un reloj, preciso hasta el final.
La única vez que vi un destello de su verdadera personalidad bajo la superficie fue cuando acudimos a presentarle cuatro dibujos realizados por pintores de la Royal Academy para celebrar su Jubileo de Diamante. Uno de ellos era de un grupo de pájaros kenianos, 'Birds en Ngong', del artista Humphrey Ocean. El presidente de la Royal Academy le dijo que sin duda los reconocería y podría identificarlos. Enarcó levemente la ceja para indicar que eso era poco probable, dado el estilo en que habían sido pintados. Pero es posible que me imaginara ese atisbo de humor.
La gente la admiraba por su sentido del orden, por el asombroso número de actos públicos a los que asistía
Ahora está claro que todo el mundo reconocía su extraordinario sentido de la entrega al deber público durante 70 años, un reinado excepcionalmente largo, incluso más que el de la Reina Victoria. La gente la admiraba por su sentido del orden, por el asombroso número de actos públicos a los que asistía, viajando incansablemente por todo el mundo, dedicada plenamente a la nación y a la Commonwealth. Buena parte de ello debió de ser muy aburrido, un ritual interminable. Pero lo siguió a rajatabla, sin mostrar nunca un rastro de aburrimiento hasta el último momento, cuando despidió a Boris Johnson y dio la bienvenida a Liz Truss. Todos los primeros ministros han dicho que era una fuente inesperada de buenos consejos, que estaba por encima de la contienda política y que, sin duda, era astuta y sensata en sus puntos de vista y tenía una mentalidad sosegadamente independiente.
Todo el mundo ya echa de menos lo que representaba porque era un símbolo de extraordinaria continuidad, capaz de combinar la creencia en la tradición con el reconocimiento de que el mundo había cambiado. Esta combinación de un profundo sentido de la tradición y una considerable flexibilidad para aceptar el cambio fue lo que dio tanta estabilidad a su monarquía.
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