El espectáculo futbolístico era la oportunidad perfecta para recordar al mundo que Qatar no es una democracia nórdica pero tampoco una despreciable autocracia. El anterior emir, sin ninguna presión popular, introdujo una especie de elecciones. Y también creó un canal de noticias, Al Yazira, que resulta bastante más fiable que sus rivales árabes aún sin llegar a morder la mano de quien le da de comer.
Entre otras cosas, el Mundial tendría que haber servido para contextualizar el tratamiento que reciben los trabajadores inmigrantes en un país en el que los qataríes sólo representan el 12% de la población, una proporción que muchas otras naciones teóricamente más ilustradas no tolerarían. Y de paso, poder explicar que Qatar no es un antro de homofobia. Las relaciones homosexuales son ilegales, es cierto, pero también lo son todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio. En este sentido, Qatar no destaca especialmente entre otros muchos países en vías de desarrollo o el mundo musulmán.
Sin embargo, esta histórica oportunidad para confrontar estereotipos sobre Qatar, los árabes y el islam se ha desvanecido al trascender los vergonzosos esfuerzos por comprar políticos al peso en Bruselas. Este descarado atajo de lobby ilegal –como ha dicho la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola– solamente puede ser interpretado como un ataque contra nuestra democracia.
Además, todo este alarde de corrupción elimina cualquier duda razonable sobre los métodos opacos utilizados por Qatar para conseguir hacerse con la organización del Mundial. En esto, la FIFA y los europarlamentarios comparten toda una lucrativa y escandalosa incapacidad a la hora de protegerse de influencias indebidas.
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