La mujer a la que se refiere nos recibe en la estación de tren de Odessa. Ataviada con una bufanda y un incontable número de capas de abrigo nos monta en un coche para que no pasemos ni un minuto más de lo necesario bajo el clima ucraniano.
Hace apenas un año era la encargada de la residencia de estudiantes de la Academia de Diseño y Arte de Járkov, pero hoy cocina para todo aquel que llame a la puerta del mismo edificio. Al timbre al que antes llamaban estudiantes universitarios chinos, hoy lo hacen militares ucranianos que esperan un plato caliente. Lyudmyla Serhiivna los atiende igualmente.
«El primer día rezaron hasta los que no creían en Dios»
Lyudmyla Serhiivna
Cocinera para los soldados en Járkov
La predicción de Volo se cumple y Lyudmyla no tarda en ofrecer comida. Mientras tanto recuerda el primer día de guerra. «Los estudiantes vinieron a mi oficina y me preguntaron qué íbamos a hacer. Deberías haber visto sus ojos», dice con la voz entrecortada. «Me quedé con ellos», dice sin poder continuar la frase. Para automáticamente después recordarnos que sigamos comiendo. «El primer día rezaron hasta los que no creían en Dios».
El olor a sopa y pan recién hecho inunda toda la sala. «La guerra da miedo, mucho miedo», lanza Lyudmyla con la voz entrecortada. Recuerda a los amigos que la guerra le ha robado por los bombardeos rusos. Donde antes había vida juvenil, hoy solo hay un rastro de escombros y pólvora.
Lyudmyla se levanta de la mesa y trae un tarro con varios kilos de ensaladilla y otro con sopa, los mismos que están preparando para llevar a los soldados de Bajmut. Nos lo ofrece para poder comer el resto del día. «Sin comida un soldado no puede luchar. Quiero que la comida les recuerde a su hogar, como la que le hacía su madre antes de la guerra», dice. A veces un plato de sopa es igual de necesario que un fusil.
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