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Borja Bergareche

Y allá a su frente Estambul

Turquía tiene al frente a un islamista autoritario y ultranacionalista, Recep Tayyip Erdogan, que ha ganado todas las elecciones en el país desde 2002

El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan AFP

Borja Bergareche

La dramática cumbre de jefes de Estado y de gobierno de la UE celebrada el pasado jueves y viernes discurrió con drama y nocturnidad, alta y baja política, y un gran protagonista ausente: Turquía. Nada más acabar el Consejo Europeo, Bruselas anunció el desbloqueo del segundo paquete millonario de ayudas al vecino oriental por valor de 3.000 millones de euros, destinados a la financiación del programa de atención a refugiados sirios por las autoridades de Ankara. El gobierno italiano, cuya facción xenófoba chantajea vilmente a sus socios comunitarios con la política migratoria, mantenía el veto a este segundo tramo del acuerdo alcanzado entre la UE y Turquía en marzo de 2016: 6.000 millones en ayudas a cambio de la repatriación «exprés» a suelo turco de inmigrantes y refugiados sirios llegados a Grecia.

El pacto, criticado por los organismos de derechos humanos, ha resultado en la práctica en unos pocos miles de pasajes en avión hacia Turquía. Pero se considera también que, más allá de estas devoluciones, ha jugado un papel clave en la reducción sustancial de llegadas de migrantes y refugiados por la frontera Este de la Unión. En 2015 llegaron por el Mediterráneo un millón de personas, frente a 172.000 en 2017. Por tanto, pase lo que pase con los acuerdos de solidaridad con Alemania firmados por una docena de países y con la construcción de «centros controlados» en países de tránsito -las dos decisiones principales del Consejo Europeo en esta materia-, Turquía seguirá siendo una pieza clave en la gestión física, política… y psicológica de las fronteras de la UE.

Hablamos de un país de 80 millones de habitantes, dos veces más extenso que Alemania, decimoctava potencia económica del mundo y la sexta economía de Europa, empatada con Holanda. Tiene al frente a un islamista autoritario y ultranacionalista, Recep Tayyip Erdogan , que ha ganado todas las elecciones en el país desde 2002 y que hace una semana obtuvo un nuevo mandato presidencial hasta 2023. El líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) rozará entonces los 70 años, y el país celebrará el centenario de la llegada al poder del padre de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Ataturk. El programa electoral del AKP incluía, de hecho, un anexo de 35 páginas con el listado de las construcciones de hospitales, puertos, carreteras y túneles con el que Erdogan quieren conmemorar la efeméride, incluido un nuevo aeropuerto internacional y un canal en el Bósforo.

Un programa de populismo económico de un autócrata megalómano del que debemos tener en cuenta al menos tres cosas. En lo ideológico, el AKP ha acudido a la cita electoral coaligado con el MHP, un partido ultranacionalista rayando en la extrema derecha cuyos matones tienen por costumbre apalear a izquierdistas, profesores y activistas. En lo económico, su keynesianismo populista tiene pies de barro. El PIB turco creció un 7,4% el año pasado y el déficit fiscal se sitúa en un saludable 2,4% del PIB. Pero la inflación cabalga a doble dígito y la lira se ha depreciado un 74% con respecto al dólar en la última década. «La lira seguirá siendo la principal oposición a Erdogan, impondrá algo de disciplina», explicaba recientemente al Financial Times Alvaro Ortiz Vidal-Abarca, economista jefe para Turquía del BBVA.

En tercer lugar, debemos considerar su política exterior. Bajo Erdogan, Turquía -miembro de la OTAN- se ha distanciado de Occidente. En 2003 negó el paso al ejército de EE.UU. para abrir un segundo frente por el norte durante la invasión de Irak. El coqueteo con la adhesión a la Unión Europea -un objetivo rechazado por Francia y Alemania y promovido cínicamente por Reino Unido para diluir el núcleo federalista europeo- ha dado paso a la desconfianza. Turquía no quiere ser un mero puente entre Occidente y el Islam . Se reivindican, al contrario, como el centro de un nuevo espacio post-otomano que le sitúa como actor clave en Oriente Medio, los Balcanes, el Cáucaso, el Caspio, Asia Central, el Mediterráneo, el Golfo Pérsico y el Mar Negro. Una visión que le ha llevado a reforzar lazos con Rusia y con Arabia Saudí en el nombre de la doctrina de «profundidad estratégica» que apadrinó Ahmed Davutoglu, el «gurú» diplomático de Erdogan.

De los seis ingredientes que el gran historiador de la región, William Cleveland , atribuye al kemalismo, Erdogan toma del héroe de Gallipoli el reformismo, el nacionalismo, el populismo, el estatismo y el republicanismo turco. El sexto, el laicismo, marca la diferencia. Ataturk prohibió el uso público del velo, desmanteló las órdenes místicas sufíes y difundió una traducción al turco del Coran. Y pasaba las horas rodeado de alcohol y mujeres en su suite del Pera Palace de Estambul, como contaba magistralmente Manu Leguineche en su libro Hotel Nirvana. Erdogan aspira, en cambio, a reislamizar la vida pública turca. Y, para ello, está dando el poder a la pequeño-burguesía piadosa y emprendedora de la Anatolia central, en detrimento de las élites occidentalizadas de Estambul y los militares kemalistas. Ojo a Turquía.

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