Vuelve la vida a Filipinas tras el violento paso del tifón Yolanda
Cinco meses después del violento paso del huracán, ABC viaja al epicentro de la catástrofe en mitad del archipiélago
pablo m. díez
A Filipinas, uno de los países más católicos del mundo, la Semana Santa llega justo cuando se cumplen cinco meses del tifón Yolanda , que devastó buena parte del centro del archipiélago. En el «barangay» (barrio) 68 de Tacloban, capital de la arrasada isla de ... Leyte, la casa de los Agreda, un matrimonio con cinco hijos de entre dos y 18 años, sigue sepultada bajo el carguero «Tomi Elegance». Cuando, el pasado 8 de noviembre, soplaron vientos de 310 kilómetros por hora que levantaron olas de hasta 15 metros , la marea arrastró sus 250 toneladas tierra adentro destrozando cuanto encontró a su paso hasta que, finalmente, lo dejó varado en la playa.
No fue el único. Casco con casco, a su lado se alza otro carguero sobre las ruinas del «barangay», a unos 40 metros de la orilla. Aunque una nueva ley prohibirá construir a menos de esa distancia de la costa para impedir otra catástrofe cuando vuelva la temporada de los tifones, alrededor de ambos barcos ya han proliferado decenas de chabolas levantadas con los tablones y chapas de las antiguas.
«Me llevó dos meses reconstruir la vivienda, con todos nuestros ahorros»«Empecé en enero y me llevó dos meses reconstruir la vivienda, en la que me gasté 7.000 pesos (113 euros), todos nuestros ahorros», explica Rochie Agreda a ABC bajo la siniestra sombra que, con más de diez metros de altura, proyectan los dos navíos. La «vivienda» a la que se refiere es una abigarrada montaña de planchas de madera y cinc de la que cuelga la ropa en perchas oxidadas y a cuya puerta se amontonan varias ollas y los barreños de plástico donde se lava la familia. Tras el tifón, Rochie Agreda se refugió en casa de su hermana, pero acabó regresando. Con lo que gana forjando cuchillas para las peleas de gallos y seis bocas que alimentar, no tiene ningún otro lugar donde ir.
Lo mismo le ocurre a sus vecinos. «Vivimos frente al mar y tendremos que largarnos, pero todavía no nos han dicho adónde ni cuándo», se queja Macmac Pacurib, de 22 años, quien asegura que «la mayoría no se quiere marchar porque aquí está su hogar».
Aunque el Ayuntamiento insiste en que el 67 por ciento de las casas ya ha recuperado la electricidad, la oscuridad envuelve la mayor parte de Tacloban al caer la noche. La falta de luz también ha cerrado fábricas como la de leche en polvo para bebés donde trabajaba Cornelio Menseza, de 38 años. Para alumbrarse en lo que queda de su casa, casi destruida por otro carguero que sigue varado a pocos metros, le ha alquilado a su vecino un generador de gasóleo por 100 pesos (1,6 euros) al mes, a los que debe sumar otros 200 pesos (3,2 euros) semanales para el combustible. Como su mujer y su madre perecieron en el tifón, a Cornelio le ha tocado «ser el padre y la madre» de sus dos hijas, Catherine y Krystel, de 12 y 10 respectivamente.
Entre los escombros que dejó el tifón, otro hombre coloca unas láminas de madera en lo que será la pared de su casa. Ataviado con una sudadera azul de la ONU que reza «Vidas con poder, naciones resistentes» y un cinturón del que cuelga un martillo y un cubilete con clavos, es la viva imagen de lo corta que se ha quedado la ayuda humanitaria para los damnificados del Yolanda.
«La gente se ha olvidado de Filipinas y ha dejado a las víctimas solas» «Al principio hubo una respuesta masiva pero, con el tiempo, la gente se ha olvidado de Filipinas y ha dejado a las víctimas solas», analiza Ismail Büyükay, coordinador de respuestas a desastres de la ONG turca Kimse Yok Mu, activa en 110 países. Presentes desde el cuarto día de la catástrofe, sus voluntarios reparten cada día entre las familias más necesitadas entre 200 y 300 cajas de ayuda humanitaria con diez paquetes de «noodles» instantáneos, seis latas de sardinas, tres kilos de arroz, cuatro chocolatinas, una pastilla de jabón, pasta de dientes, gel desinfectante y compresas. Hasta ahora, han distribuido 18.000 de dichas cajas y su objetivo es llegar a las 20.000.
Con un presupuesto de dos millones de dólares (1,45 millones de euros) para esta zona, Kimse Yok Mu ha reconstruido y equipado una clínica en el distrito de Sagkahan, un orfanato para 32 niñas y va a construir 50 viviendas de 22 metros cuadrados, dos colegios y otro centro médico. Además de impartir un curso de formación laboral para los damnificados, ha entregado 80 ordenadores a un colegio local y al Ayuntamiento. «Las principales necesidades son alojamiento para los damnificados que aún viven en tiendas de campaña, la reconstrucción de las escuelas y el reparto de ayuda humanitaria entre quienes no tienen trabajo», resume Büyükay.
Por realojar
A tenor de la concejala Lila Czarina, 12.000 familias siguen viviendo en zonas inundables a menos de 40 metros del mar y otras 3.000 en tiendas de campaña, mientras que 4.000 personas continúan ocupando refugios temporales en Tacloban.
Es el caso de Antonia Caliwan, una joven de 23 años que desde principios de marzo ha sido realojada junto a su pareja, Doroteo Ortega, de 28, y su hijo, de cuatro, en un complejo de casas prefabricadas de madera en Calanipawan, a las afueras de la ciudad. «Antes vivíamos en una cabaña levantada con palos sobre el mar», relata mientras lava los platos en un cubo de Unicef en la puerta de su nueva vivienda.
Junto a otras 600 familias, Antonia fue evacuada durante el tifón al polideportivo Astrodome, que se inundó por hallarse en primera línea de playa. Hacinados y en condiciones insalubres, allí han resistido los refugiados hasta que han podido ocupar unos albergues temporales donde, en teoría, pasarán entre seis meses y un año. «No podremos volver a nuestra antigua casa porque no se podrá construir a menos de 40 metros de la costa», se resigna Antonia. Aunque cree que «la nueva ley es buena porque es peligroso vivir tan cerca del mar», se lamenta porque «dentro de tres años nos van a reubicar al norte de la vecina isla de Sámar, lejos de Tacloban y nuestros familiares».
El tifón dejó a Antonia sin hogar ni trabajo, ya que vendía pescado en un puesto ambulante junto a su compañero Doroteo. A pesar de todas estas calamidades, y de haber perdido a varios familiares cuyos cuerpos nunca se recuperaron, Antonia se prepara para celebrar la Semana Santa y asegura que «el tifón fue una prueba para nuestra fe, pero seguimos creyendo en Dios».
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