La verdad sobre la tragedia de Maximiliano de México, un archiduque austriaco atrapado en el infierno
El historiador británico Edward Shawcross, publica en España 'El último emperador de México' (Ático de los libros), una obra que reconstruye la tragicomedia de un país y de un personaje único
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Iniciar sesiónMéxico tiene una colección de traumas como no lo hay en ningún manicomio del mundo. A los once años de guerra que necesitó la nación para independizarse de la Corona española, le siguió una secuencia interminable de conflictos civiles, un presidente con sueños de ... emperador, la pérdida de Texas, la entrada del ejército de EE.UU. hasta el corazón de México y la renuncia forzada a más de la mitad de su territorio soberano…
Pero, sin duda, la guinda más extravagante a la tragedia nacional la puso entre 1864 y 1867 un archiduque austriaco que vivió y murió sin apenas entender dónde se había metido. Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador austrohúngaro, decidió de propia voluntad embadurnarse de sangre, atarse varios cebos a los brazos y lanzarse a nadar en unas aguas atestadas de tiburones. O, lo que es lo mismo, coronarse emperador del país del tequila y la comida picante. «Cuando le ofrecieron la Corona estaba entusiasmado y pensó que era una oportunidad fantástica de reinar sobre un territorio que sus ancestros Habsburgo, Carlos V, habían dominado. Pero pronto fue tomando conciencia de las complejidades que conllevaba el puesto», explica el historiador británico Edward Shawcross, que acaba de publicar en España 'El último emperador de México' (Ático de los libros), una obra que reconstruye la tragicomedia de un país y de un personaje único.
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En tiempos del virreinato de Nueva España, la Ciudad de México no tenía comparación en el continente. Superaba en población a la suma de Filadelfia y Nueva York y a nivel cultural y económico había alcanzado el olimpo americano. La independencia lo cambió todo, sumiendo al país en una inestabilidad que aún arrastra hoy. «La guerra para independizarse destruyó la economía e impidió que las instituciones del nuevo estado pudieran desarrollarse hasta el punto que sería deseable. Un historial de destrucción e inestabilidad que hace que en su época se la viera como un Estado fallido, aunque este término es anacrónico aplicado en esas fechas», advierte el investigador británico.
Fracasada la república, a los conservadores se les ocurrió que tal vez se podría experimentar con un imperio de corte europeo. No en vano, lo último que necesitaba aquella trituradora de políticos es a un principito que vivía prácticamente en la luna.
Un imperio de cristal
Maximiliano era un romántico, un soñador en las antípodas liberales de su hermano Francisco José, que esperaba pacificar México y llevarlo hacia la modernidad. Y ese fue el pecado original de su aventura mexicana: sus apoyos conservadores no terminaban de comprender por qué el rey europeo que habían invocado resultaba tan desagradablemente progresista. «Maximiliano era un hombre lleno de contradicciones. Su política cambió con el tiempo y dio lugar a muchas más. Pensaba que el legado Habsburgo requería ser modernizado y miraba como referente a monarquías liberales y democráticas más que al país del que venía», recuerda este historiador de la Universidad de Oxford. Lo cierto es que el archiduque, como su esposa Carlota de Bélgica, estaba aburrido de su vida en Europa y quería probar por una vez lo que significaba ocupar un trono.
«También en eso Carlota tenía una visión más clara que su marido, pues insistió siempre a los franceses que el objetivo número uno debía ser derrotar militarmente a Benito Juárez»
Carlota, recordada solo por sus aspectos más superficiales, también compartía el anhelo de nuevas emociones con su marido, si bien esta princesa belga tenía más dotes de mando y era más práctica que él. «No era una persona frívola en absoluto. Era alguien que se tomaba muy en serio a sí misma desde pequeña y que disfrutaba del hecho de gobernar, algo que pudo hacer en muchas ocasiones dadas las prolongadas ausencias de Maximiliano fuera de Ciudad de México», apunta.
El primer obstáculo que se encontró la pareja para que su imperio arraigara fue la enorme dependencia que contrajeron con la Francia de Napoleón III, la verdadera instigadora del proyecto, que había puesto los soldados y la marina para desplazar del poder al liberal Benito Juárez y colocar a Maximiliano. El presidente francés esperaba a cambio recuperar todo el dinero que le adeudaba México tras años de impagos, pero acabó atrapado en una campaña militar de enormes costes donde había poca gloria que obtener. «También en eso Carlota tenía una visión más clara que su marido, pues insistió siempre a los franceses que el objetivo número uno debía ser derrotar militarmente a Benito Juárez», considera el autor.
La intervención militar funcionó solo mientras EE.UU. estaba entretenido con su propia guerra civil. Cuando se vieron libres de problemas internos, los norteamericanos insistieron en que América era para los americanos y ayudaron a Juárez a recuperar el terreno perdido. «La ventana de oportunidad para que triunfara Maximiliano fue muy pequeña y se gastó en gran parte con operaciones militares antes de que desembarcara el emperador. Esto hizo que el proyecto imperial se quedara sin tiempo antes siquiera de haber comenzado», considera Shawcross.
El carismático Maximiliano consiguió, a pesar del acoso del reloj, no solo el apoyo de los conservadores, sino de antiguos juaristas, sobre todo liberales moderados, y de las élites, contagiadas de la fiebre aristocrática. El Emperador era un seductor, pero su mayor defecto era su falta de resolución, su pachorra en un país que ya de por sí lleva un ritmo sosegado en la sangre, de modo que fue incapaz de consolidar su poder antes de que los franceses se retiraran del teatro de operaciones. «Maximiliano quizá no era el mejor líder para llevar a cabo la tarea que se planteaba. Él se consideraba portador de grandes habilidades, pero no era en absoluto práctico», expone el autor de 'El último emperador de México' (Ático de los libros).
El carismático Maximiliano consiguió, a pesar del acoso del reloj, no solo el apoyo de los conservadores, sino de antiguos juaristas, sobre todo liberales moderados, y de las élites, contagiadas de la fiebre aristocrática
Cuando las cosas vinieron mal dadas, Maximiliano ni siquiera pudo contar con la ayuda de su dinastía. El Emperador Francisco José de Habsburgo dio permiso a su hermano para aceptar el trono de México, aunque antes de zarpar le obligó a firmar su renuncia y la de sus descendientes sobre el Imperio austrohúngaro. Este movimiento traicionero afectó en lo más profundo de Maximiliano, quien partió con lágrimas en los ojos y la convicción de que ya no habría marcha atrás. Además, cuando la vida de su hermano pendía de un hilo prefirió no enemistarse con EE.UU. y dejarle solo ante el peligro.
A pesar de su carácter regio, Shawcross no tiene dudas de que el dirigente austrohúngaro se sintió gravemente responsable del destino de Maximiliano: «Tuvo remordimientos, entre otras cosas porque si Maximiliano no abdicó de la Corona mexicana fue porque había renunciado a los derechos en Austria y veía un panorama sombrío si regresaba a Europa. La relación de los hermanos llegó a ser muy mala y Maximiliano vivió como una nueva traición que Francisco José se mostrara tan débil con EEUU. Las relaciones de la familia Habsburgo siempre son así de complejas».
Solo ante el peligro
En enero de 1866 Napoleón III incumplió todas las promesas dadas a Maximiliano y empezó a retirar tropas de México para dirigirlas contra Prusia. Aquello fue el golpe de gracia al imperio. El archiduque se quedó a solas con sus aliados mexicanos, que no tardaron en dejarle caer ante el empuje de Juárez. Fue capturado y sometido a un severo cautiverio antes de ser condenado a muerte.
Numerosos monarcas de Europa como la Reina Victoria, Leopoldo II de Bélgica o Isabel II de España y figuras públicas como Charles Dickens, Víctor Hugo o Giuseppe Garibaldi pidieron a Juárez que perdonara la vida a Maximiliano. Sin embargo, ningúna petición logró parar su ejecución el miércoles 19 de junio de 1867. Con un traje negro y el Toisón de Oro en el pecho, Maximiliano miró a su pelotón de fusilamiento sin que le temblaran los párpados antes de gritar con voz clara: «¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México! ¡Viva la Independencia». Luego, murió, sin que su sangre sellara absolutamente nada. Francisco José procuró que los restos volvieran a Europa y fueran enterrados junto a los grandes emperadores Habsburgo de Viena.
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«Obviamente no dejó mucho legado en sus tres años de gobierno efectivo. Elementos urbanísticos como el Paseo de la Reforma y otros proyectos de la Ciudad de México sí han perdurado, pero en cuanto a su proyecto político fue denigrado totalmente y tradicionalmente se ha considerado que quien lo apoyaba era un traidor al país, gente mala, perversa, que había vendido la nación por sus por su propio interés egoísta. La visión ha sido muy negativa hasta que en los últimos 30 años la cultura popular mexicana ha mejorado su valoración gracias a telenovelas, series históricas y ficciones, una idea que se está infiltrando poco a poco en la psique nacional», concluye Shawcross. Las nuevas investigaciones han puesto en valor que, desde luego, las intenciones de Maximiliano no podían ser más nobles.
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