La responsabilidad de Einstein (antes que Oppenheimer) en la devastación de Hiroshima

A juzgar por los acontecimientos posteriores, se cree que esta misiva pudo cambiar la historia. Forma parte de una serie de objetos que pertenecieron al cofundador de Microsoft, Paul Allen, muerto en 2018, pero la casa de subastas ya anticipa que esta será, sin ninguna duda, la pieza principal de cuantas salgan a la venta. En primer lugar, por su remitente, el célebre responsable de la teoría de la relatividad. Y, en segundo, porque en las palabras que le escribió al presidente de Estados Unidos podría encontrarse el origen de las bombas nucleares que pusieron fin al conflicto más devastador de la historia de la humanidad y que, todavía hoy, mantienen en vilo a la Tierra por las continuas amenazas de algunos líderes mundiales.

«Algunos trabajos recientes realizados por Enrico Fermi [premio Nobel de física en 1938] y Leó Szilárd [físico judío húngaro-estadounidense que trabajaría después en el Proyecto Manhattan que desarrolló las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki], de los cuales he sido informado en manuscritos, me llevan a esperar que el elemento uranio pueda convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato», comenzaba la misiva de Einstein, que en realidad se cree que fue escrita junto a estos dos científicos.

Lo curioso de ella es que, cuando fue redactada el 2 de agosto de 1939, todavía faltaba un mes para que Hitler invadiera Polonia y diera comienzo la Segunda Guerra Mundial; dos años y medio para que se produjera el ataque de Pearl Harbor y Estados Unidos entrara en el conflicto, y seis más para que las citadas bombas mataran a más de 120.000 japoneses a causa de la explosión. Einstein, sin embargo, ya intuía el poder que podría conllevar ser el primero en construir estas bombas y la ventaja que le daría a Estados Unidos con resto a la Alemania nazi en el conflicto que todo el mundo daba por hecho que iba a estallar.

Así se lo advertía en los siguientes párrafos al presidente estadounidense: «En los últimos cuatro meses ha surgido la probabilidad de iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio. Ahora parece casi seguro que esto podría lograrse en el futuro inmediato. Este nuevo fenómeno podría conducir también a la construcción de bombas, y es concebible que puedan construirse bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas. Una sola de estas bombas, llevada por un barco y explotada en un puerto, podría muy bien destruir este por completo y el territorio que lo rodea».

La noticia de la subasta que estos días aireaban los medios de comunicación no es, en realidad, nueva. En 2002, ABC ya informó sobre la carta de Einstein a Roosevelt. Nuestro corresponsal en Nueva York, Alfonso Armada, contaba que la misiva formaba parte de la colección de documentos amasados por Malcolm Forbes que la casa Christie's iba a poner a la venta el 27 de marzo de aquel año. Se esperaba que alcanzara el millón de dólares. Junto a ella, se subastaría también el cuaderno de bitácora de Robert A. Lewis, copiloto del bombardero Enola Gay que lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima.

El padre de la teoría de la relatividad recomendaba asimismo que se mantuvieran contactos entre los físicos que estaban estudiando este proceso y el Gobierno de Washington, y advertía que Alemania había cancelado las ventas de uranio, lo que le inducía a pensar que en Berlín «están repitiendo parte del trabajo que los americanos han realizado con el uranio». El físico concluía informando a Roosevelt de que Estados Unidos apenas tenía yacimientos de uranio, pero que estos sí abundaban en Checoslovaquia, Canadá y el Congo belga.

Estamos, por lo tanto, en lo que podría considerarse el primer atisbo de lo que acabaría desembocando en el Proyecto Manhattan, aquella gigantesca iniciativa científico-militar que tuvo como único objetivo conseguir el arma atómica. De ella fue responsable después J. Robert Oppenheimer, nombrado director científico de aquel importante proyecto secreto que se desarrolló en Los Álamos para conseguir la fisión del átomo con fines militares antes que los nazis. Por él pasaron medio millón de trabajadores. En su máximo apogeo tuvo 125.000 empleados. Costó 2.200 millones de dólares, el equivalente a entre 30.000 y 50.000 millones. Y lo logró… para su desgracia.

En la décadas posteriores, tanto Einstein como Oppenheimer lamentaron profundamente haber firmado aquella carta y haber dirigido el famoso proyecto, respectivamente. El primero lo calificó como «el gran error de mi vida». En 1947, declaró a 'Newsweek': «Si hubiera sabido que los alemanes nunca lograrían fabricar una bomba atómica, no habría movido un dedo». La única diferencia es que este salió indemne de su iniciativa y Oppenheimer fue perseguido durante años y defenestrado por el Gobierno de Estados Unidos.

Ambos, además, estaban más unidos de lo que se pueda pensar. En el homenaje a Oppenheimer que se realizó en la Universidad de Princeton una semana después de su muerte, en 1967, estuvo presente la hija de Einstein, Margot, para honrar al hombre que había sido el jefe de su padre en el Instituto de Estudios Avanzados. Acudieron más de seiscientas personas, entre los que había políticos, generales del Ejército, poetas, novelistas famosos, compositores de renombre, científicos respetados y un buen número de premios Pulitzer y Nobel, para lamentar que, nueve años después de aquel hito que cambió la historia de la humanidad, el presidente republicano Dwight D. Eisenhower le hubiera declarado enemigo público número uno de la seguridad nacional.

Oppenheimer fue víctima de su cuestionamiento moral, de su sentimiento de culpabilidad y de su propaganda posterior contra las bombas atómicas. Se sentía responsable de haber diseñado el arma más destructiva de la historia y no podía soportarlo. Einstein también sufrió el mismo remordimiento y en más de una ocasión tuvo que justificarse, como aquel discurso pronunciado en Nueva York, en diciembre de 1945. Expuso, refiriéndose también a su colega: «En la actualidad, los físicos que participaron en la construcción del arma más tremenda y peligrosa de todos los tiempos, se ven abrumados por un similar sentimiento de responsabilidad [...]. Nosotros ayudamos a construir la nueva arma para impedir que los enemigos de la humanidad lo hicieran antes, puesto que creíamos que los nazis habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo».

Oppenheimer, por su parte, se convirtió en el científico más célebre del planeta. Su retrato apareció en las revistas 'Time' y 'Life', pero él se reunió tras la guerra con el entonces presidente Harry S. Truman y se sinceró: «Señor presidente, tengo las manos manchadas de sangre». Inició entonces una campaña pública para fomentar el control de las bombas atómicas e impartió una serie de conferencias por toda Europa en las que repetía: «Es un arma para agresores. Sus elementos de terror son intrínsecos». Según reveló su secretaria años después, el responsable del Proyecto Manhattan se lamentaba una y otra vez por la muerte de «toda aquella pobre gente».

Sin embargo, lo que realmente sacó de sus casillas a Truman fue su crítica frontal a la creación de la bomba de hidrógeno con la que el presidente quería mantener a raya a la Unión Soviética. El entonces director del FBI, J. Edgar Hoover, y el presidente de la Comisión de Energía Atómica, Lewis Strauss, comenzaron una caza de brujas contra él. Le acusaron de espía por su supuesto pasado político comunista y le arrebataron su pase de seguridad de Los Alamos. «Fue una farsa, un juicio de patanes en el que le humillaron personal y profesionalmente. Le condenaron para quitárselo de en medio por haber llamado al control del armamento atómico tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki», comentaba hace poco a ABC Kai Bird, autor de la biografía 'Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer' (Debate, 2006), galardonada con el Premio Pulitzer.

El proceso contra Oppenheimer comenzó en 1953. «No puedo creerme lo que me está pasando», exclamó tras recibir la carta en la que se le informaban de que, tras volver a revisar su historial y sus filiaciones políticas, se lo declaraba una amenaza para la seguridad nacional. En ella se enumeraban 34 cargos que iban desde lo absurdo («consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino») hasta lo político («desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno»). Sus amigos le aconsejaron que se marchara del país, pero se negó y le arrebataron sus privilegios.

Pocos meses antes de morir en 1955, Einstein impulsó el conocido Manifiesto Russell-Einstein, un llamamiento a los científicos para unirse en favor de la desaparición de las armas nucleares. Este documento sirvió de inspiración para la posterior fundación de las Conferencias Pugwash, que en 1995 se hicieron acreedoras del Premio Nobel de la Paz. En él se advertía: «El público no ha imaginado lo que supondría verse envueltos en una guerra con bombas nucleares. Este público aún piensa en términos de destrucción de ciudades. Se entiende que las nuevas bombas son más poderosas que las antiguas y que, mientras una bomba A pudo arrasar Hiroshima, una bomba H podría destruir las más grandes ciudades, como Londres, Nueva York y Moscú».