Hazme un café, Conchita
«HAZME un café, Conchita. César acaba de regalarme el Cavia con su muerte». Con estas palabras saludó Jaime Campmany a su mujer, después de haberse pasado la noche en claro, velando el cadáver de González-Ruano. Escribió aquel artículo donde la mota necrológica alcanzaba temperatura de metáfora y, en efecto, obtuvo con él, como había pronosticado, el premio que concede ABC. Ya no queda nadie a quien se le den los muertos como a Campmany, quizá porque no queda ningún escritor que sepa fundir en su escritura nostalgia e ironía, socarronería y bondad, chanza y elegía. Jaime Campmany era exacto como un metrónomo en la elección del epíteto, lacerante en el sarcasmo, olímpico en la sátira; en sus manos, el lenguaje se convertía en un acordeón dócil, se incendiaba de una alegría lujuriosa, se teñía de una melancolía secretamente doliente, se tornaba lacerante como una daga o se remansaba en la evocación, brindando siempre esa nota temblorosa, mordaz o lírica, que amargaba el desayuno a sus enemigos (¡ay de quien Campmany eligiera como diana de sus dardos!) y hacía levitar de purísimo gozo a la cofradía siempre creciente de sus lectores.
Sin hipérbole, podemos afirmar que fue el último gran escritor satírico de la literatura española. Llevaba en la sangre el latido urgente de las linotipias y el yacimiento recóndito de la mejor poesía, que entreveraba en sus artículos sin alardes, como quien declara llanamente su genealogía irrenunciable. Era un hombre hospitalario, jocundo, epicúreo, que convertía cada sobremesa en una celebración, ensartando anécdotas en las que rememoraba sus años heroicos de corresponsal, alumbrados de bohemia y partidas de naipes que se alargaban hasta el alba. Era también, en contra de lo que pregonaba la jauría de sus detractores, un hombre incapacitado para el rencor, con esa capacidad para compadecer las debilidades ajenas que caracteriza a los espíritus superiores. Nuestra tristeza, en la hora de la despedida, es como un verso de cabo roto que apenas logramos balbucir. Ni siquiera un café bien cargado logra espantar el fantasma de la orfandad que nos atenaza.
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