E. Martínez de Pisón: «Vivimos en un planeta frágil en mitad de un desierto cósmico»
Eduardo Martínez de Pisón es uno de los nombres indiscutibles del ecologismo en España. El dinero, dice, es la principal amenaza para la naturaleza

MADRID. Uno mira a Eduardo Martínez de Pisón y podría estar viendo a Ramond de Carbonnières, el primer hombre que holló el Monte Perdido hace ya doscientos años: el prototipo de montañero, naturalista y escritor. Afortunado por mirar la vida a ras de cielo, los que le escuchan participan también de ese privilegio por su forma de contarlo, por ese barniz humano, moral y reflexivo que aporta a su enciclopédico conocimiento. Según el filósofo Fernando Savater, «lo que da a la aventura su potencia de regeneración moral y su vigor mágico es que, en cierto modo, se la vive, se la cuenta y se la escucha al mismo tiempo». Tres aspectos que Martínez de Pisón ha tratado de aunar durante toda su vida. Catedrático de Geografía Física en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y viajero, nuestro personaje es una leyenda del ecologismo en España, un gurú al que todos miran en esta encrucijada en que los intereses económicos tratan de hincar el diente en la naturaleza, privándola de su primigenia espiritualidad.
-Usted siempre está de vuelta de algún gran viaje relacionado con la investigación científica, el medio ambiente y la aventura. ¿Cuál ha sido el último?
-La verdad es que este verano lo he pasado en un sitio tranquilo y aislado. Ha sido un retiro campesino, porque necesitaba tiempo para reflexionar y escribir. Tenía una gran cantidad de trabajo atrasado sobre el Guadarrama (Martínez de Pisón coordina el equipo que ha redactado el Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de esta sierra, paso previo para su declaración como parque nacional), y le he dado un buen empujón. Este proyecto me ha cogido en un momento de mi carrera donde acumulo experiencia y -todavía- ilusiones. Hubo tentaciones viajeras, por supuesto, pero en este caso el Guadarrama tenía prioridad. Mi última gran aventura fue hace unos meses. Estuve en el desierto de Libia con el programa de televisión «Al filo de lo imposible» buscando las fuentes de la memoria en aquel lugar extremo e inhóspito. Pasamos por la Cueva de los Nadadores que descubrió Laszlo Almasy, cuya peripecia se cuenta en «El paciente inglés». Un lugar mágico. En sus paredes hay figuras pintadas de hombres nadando, lo que prueba que en medio de aquel inmenso mar de arena existió agua hace miles de años. Los especialistas de «Al filo» atravesaron el desierto líbico, uno de los más duros del planeta, pero yo ya no estoy para esos trotes.
-Ha sido testigo de la evolución de la conciencia ambiental en España. ¿Somos ahora más «ecológicos» que hace 30 ó 40 años?
-La respuesta tiene unos obligados matices, como si fuera un poliedro, no una esfera. Por una parte, la sociedad española ha progresado extraordinariamente en conciencia ecológica, es algo que nos ha ido impregnando poco a poco. Antes no existía el concepto de fauna, sino el de alimaña o, como mucho, de animal cinegético. Las ONG cuentan con más socios, se recogen miles de firmas cuando hay algo que exigir o denunciar... Pero, al mismo tiempo, falta el espíritu literario de otros tiempos ligado a la conservación -por ejemplo, el de la generación del 98- y no nos hemos librado de la capacidad de destrucción: se mantienen vigentes algunos vicios del desarrollismo de la década de 1960. Esto tiene que ver con la idolatría al dinero, que también envenena la naturaleza. La política cultural de este país es la de la gaita, la zampoña y los premios y subvenciones; no existe una política cultural ligada al paisaje. Los ecologistas tienen la sensación de que no dan abasto: levantan una piedra y sale un constructor. Antes se creía que el planeta era inagotable. A mis alumnos les cuento que si un marciano nos estuviera mirando desde el espacio no daría crédito: «¿Qué hacen estos tipos escupiendo basura sin parar?», se preguntaría. Hay que ver las cosas que aparecen en los pantanos afectados por la sequía: neveras, coches abandonados... y están sepultados bajo el agua que nos bebemos. Es increíble.
-¿Qué opina de la hipótesis Gaia, de James Lovelock, según la cual la Tierra se aplica su propia medicina y sobrevivirá a pesar del daño que le infligimos?
-Es brillante, pero hay que tomarla literariamente, no literalmente. Sólo así me resulta atractiva, porque desde el punto de vista científico no puedo asumirla al cien por cien. Pero que no se me malinterprete: no soy un inquisidor, leo a un poeta y particiapo de sus emociones aunque no esté de acuerdo con ellas. Hay algo de verdad en la teoría Gaia. La naturaleza tiene una capacidad de recuperación asombrosa. La naturaleza es de antes del hombre y, probablemente, será de después del hombre. Hay un cuento precioso de Hermann Hesse en el que un ingeniero crea una ciudad en un bosque. Contemplando su obra, se frota las manos y dice: «Esto marcha». Pero con el paso del tiempo, el bosque acaba por invadir la ciudad, recuperando poco a poco el terreno perdido. Un pájaro observa el proceso desde la rama de un árbol, y su canto dice: «Esto marcha». En cualquier caso, no hay que fiarse de estos «milagros» ni menospreciar la capacidad destructiva del hombre. No podemos realizar actos vandálicos pensando que la Tierra se va a curar siempre, pase lo que pase. Vivimos en un planeta frágil en mitad de un desierto cósmico.
-Hay heridas que tardan una generación en curarse, como las producidas por los incendios forestales.
-Este verano ha sido terrible para la península Ibérica. No hay que olvidar que vivimos en una zona de clima mediterráneo y que el ser humano, desde siempre, es un provocador de fuego para abrirse terreno... y para vengarse del vecino. Aquí es donde anida la serpiente: en el fondo oscuro del alma de los hombres que queman los bosques. Es una forma de crimen. ¿Cómo se resuelve? Con vigilancia y represión, desde luego, pero también con habilidad. Hay que bucear en ese fondo oscuro, porque al margen del irresponsable de la barbacoa que no quería hacerlo hay gente que va con la cerilla con nocturnidad y alevosía. Es alarmante que se haya detenido a individuos que debían estar vigilando en lugar de provocando fuegos.
-Ese carácter mediterráneo también alimenta el gran debate medioambiental del año -en realidad, de todos los años-: la escasez de agua.
-La sequía ha sido inoportuna para el actual Gobierno después de haber retirado el Plan Hidrológico Nacional, pero siendo justos es bastante ingénuo pensar que ese plan hubiera resuelto el problema. En España, además de que no hay un consumo racional, no existe una auténtica cultura del agua. Se ve exclusivamente desde el punto de vista económico, olvidando los aspectos ecológico y paisajístico. Los lagos deben continuar siendo lagos, y no sólo embalses; los ríos no son sólo canales que acaban en nuestro grifo, sino cauces de vida. El agua es cultura, está en el corazón de los pueblos, no en sus bolsillos. No quiero una costa llena de desaladoras. Me pregunto qué amor hay por el Ebro cuando se maltratan sus riberas por parte de algunos que, después, se manifiestan en defensa del río. Hace poco llevé a mis alumnos a visitar aquellos sotos y descubrimos que hay zonas muy deterioradas por la acción del hombre. Te encuentras coches abandonados, basura industrial... Un desastre.
-¿Cuál es la actitud «ecológica» del futuro?
-Aquella realmente desinteresada, no la que observa los recursos naturales desde el punto de vista pragmático. Mirar la naturaleza pensando qué podemos sacar de ella no es amarla.
TEXTO: MIGUEL ÁNGEL BARROSO FOTOS: CHEMA BARROSO
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