Aquí, un amigo
Billy Wilder ha desertado del mundo. Quizá era la única salida digna que le restaba al hombre que nos regaló tantas obras bendecidas por la inteligencia, ahora que la industria del cine se refocila en la ramplonería. Pero Wilder nos deja un arsenal de invenciones únicas, de argumentos crepitantes de ritmo, de personajes habitados por una irrepetible gasolina interior, a veces irresistiblemente cómicos, a veces desvalidamente patéticos, pero siempre -aun en la caricatura- verosímiles, siempre carnales, siempre parecidos a nosotros mismos. Se ha repetido hasta la saciedad -rescatando una definición propuesta por el propio Wilder- que reunía en el mismo hombre el corazón de un romántico y el cerebro de un escéptico; de esa aleación surge su humor desinfectante, que a veces se remansa en el sentimentalismo y a veces se afila de una mordacidad que nunca llega a ser agria, porque en Wilder el pesimismo siempre está tamizado por esa discreta piedad del artista que comprende las debilidades humanas.
Hablamos de un «toque Lubitsch» para designar el estilo elíptico, sarcástico y sensual del maestro para el que Billy Wilder escribió algunos guiones irreprochables. En cambio, no logramos definir, ni siquiera concretar, la existencia de un «toque Wilder», quizá porque su estilo es casi invisible, como un estribillo que nunca se llega a formular. Contemplando sus películas, experimentamos una sensación vívida de amistad, de familiaridad incluso; una amistad que nace, a la postre, de su entendimiento del hombre corriente, de sus pasiones y anhelos pudorosamente guardados, también de sus fracasos íntimos, de sus mezquindades y claudicaciones y cotidianos oprobios.
Ahora acuden a mi memoria, como en un aleph vertiginoso, imágenes rescatadas o transfiguradas por la memoria, entre las muchas horas de felicidad que me ha regalado Wilder: la aparición de Barbara Stanwick en «Perdición», anunciando su presencia por una pulsera en el tobillo que es el símbolo del sometimiento de Fred MacMurray; Ray Milland colgando del alféizar de la ventana una desolada botella de whisky, en «Días sin huella»; Gloria Swanson, divina y decrépita, caminando hacia la nostalgia de una gloria extinta, en «El crepúsculo de los dioses»; el monóculo de Charles Laughton escupiendo sobre el rostro asediado de Tyrone Power una moneda de luz, en «Testigo de cargo»; y también, en esta misma película, la belleza estatuaria de Marlene Dietrich que se metamorfosea en un rostro estragado de cicatrices y vulgaridad; Humphrey Bogart saltando sobre una plancha de plástico ante sus atónitos clientes, a los que desea convencer de la resistencia de sus productos, en «Sabrina»; una ráfaga de vapor que escapa de una locomotora y se enreda entre las piernas de Marilyn Monroe, sobresaltando su culo pizpireto, en «Con faldas y a lo loco»; Jack Lemmon esforzándose por despertar a una narcotizada Shirley MacLaine, en «El apartamento»; Liselotte Pulver bailando sobre una mesa, al ritmo frenético dictado por las valkirias wagnerianas, en «Uno, dos, tres»; un camión de riego que interrumpe momentáneamente su rutina higiénica por las calles de París, para no empapar a una pareja de enamorados, en «Ariane»; y, en esta misma película, el beso alado de Audrey Hepburn y Gary Cooper, cuando ya pensábamos que el cadáver de su amor se iba a quedar en el andén de una estación.
Todos estos momentos, entre otros muchos, serán para siempre inquilinos de nuestra memoria, testimonios de una amistad que desafía la dictadura de ultratumba. Billy Wilder, amigo del mundo, descansa en paz.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete