El Rey Carlos III no consigue desalojar al Príncipe Andrés de Royal Lodge

La situación recuerda notablemente a ciertos momentos memorables de la serie de películas de 'La pantera rosa'. Carlos III bien podría ser aquel desdichado comisario Dreyfus a quien le temblaba el ojo, en un tic nervioso imposible de suprimir, con solo escuchar el nombre del inspector Clouseau. Este último sería, claro, el Príncipe Andrés. Lo nuevo es que el actual rey, de sobra conocido por su celo con los dineros reales, intenta imponer su criterio de gestionar el patrimonio de los Windsor, pero su hermano se aferra con uñas y dientes al último recuerdo de gloria que le queda, que es su residencia actual.

Cuando el Rey Carlos III accedió al trono tras el fallecimiento de la Reina Madre vio sin duda su gran oportunidad de hacer realidad uno de sus grandes sueños después de tantos agravios emocionales y reputacionales sufridos. Es bien sabido que Andrés siempre fue el favorito de Isabel II, quien le defendió a ultranza hasta en el sórdido 'caso Epstein', para enorme disgusto del hermano mayor. Falleció la madre, Carlos III accedió al trono y su primera medida de presión fue expulsarle de cualquier labor institucional. Luego vino la retirada de protección y después la supresión de la asignación económica y vitalicia de más de un millón de euros anuales.

Esta era la parte troncal de su estrategia: asfixiar económicamente a su hermano para que de una vez por todas se marchara a un lugar más modesto. Pero es que Andrés se ha hecho fuerte y ni con sonido de gaitas en madrugada se va de Royal Lodge. Ha contraatacado con una maniobra financiera con la que ha convencido a las autoridades contables del palacio de que tiene fondos suficientes para seguir viviendo en su querida residencia oficial de 30 habitaciones y 30 millones de euros. Y a Carlos III le ha vuelto el temblor de ojo.

'The Times' ha podido confirmar que el Príncipe Andrés, en su enésimo ejercicio de supervivencia, ha logrado reunir fondos para permanecer en Royal Lodge, una financiación aprobada por el mismísimo guardián del tesoro privado, Michael Stevens, y con la que habría convencido a las autoridades del palacio de que dispone de fondos suficientes para mantenerse allí. Lo que nadie acierta a descifrar es cómo demonios ha conseguido el dinero.

Es que no solo es afrontar un arrendamiento y un mantenimiento de millones de libras, sino que por contrato con el patrimonio público del soberano está obligado a pintar, renovar y reparar cada cinco años. Algo que no ha hecho jamás, a juzgar por el evidente deterioro que sufre esa fachada que tanto le hace sufrir a Carlos III.

El sueño del monarca es que Andrés desaparezca de su vista y cambie la ostentosa mansión por una más modesta, Frogmore Cottage, la antigua casa que la madre cedió a los duques de Sussex tras su boda y que ellos remodelaron y pagaron después de su marcha a California. Pero Andrés no quiere ni oír hablar del asunto y quiere quedarse en su vieja mansión de 30 habitaciones en la que también vive, para mejorar la historia, la mismísima Sarah Ferguson, de la que se divorció en 1996 tras llevar cuatro años separados.

Desposeído de reputación, honra y poder real, la decadente mansión de Royal Lodge es todo lo que le queda, el único recuerdo de lo que fue una vez. El lugar donde su madre siempre quiso que viviera, la trinchera en la que se ha hecho fuerte y el lugar que simboliza ese grano que Carlos III no consigue eliminar.