Rappel y el síndrome de Estocolmo
Por Dios, por lo que más quieran, no le digan a mi madre que estuve en el cumpleaños de Rappel. Ella ya es muy mayor y aún cree que soy un periodista respetable. Me costó años convencerla de que éste era un oficio serio; ella ... quería que hubiese sido jesuita, o por lo menos que hubiese opositado a notarías. Si se entera, a su edad, de que una noche escribo sobre el bar de Dinio y otra sobre las túnicas de Rappel, abandonará toda esperanza de que su hijo gane un día el Mariano de Cavia. No sé, si les pregunta qué hago en Marbella díganle que me vine a trabajar de palanganero en el Milady Palace.
Y el caso es que, no sé cómo decirles, aquello, lo de Rappel, estuvo hasta, ejem... bien. Que fue divertido, vaya. Cordial. Uno llega allí, dispuesto a ejercer de cruel reportero sardónico, con el boli afilado como una daga florentina, y se encuentra a un Rappel afable y amabilísimo, todo miel y ojana, rodeado de sus amigos que le dan abrazos y le hacen regalitos con caras de buena gente, y a ver cómo se hace sangre con todo eso sin pecar de mal corazón y ensañamiento con alevosía. Ya lo decía Andrè Gide, el muy pervertido, que con buenas costumbres no se hace buena literatura.
De modo que a ver cómo lo cuento. Resulta que estábamos los de la canallesca esperando en el restaurante, un lugar maravilloso, coqueto y acogedor en la carretera de Ojén, con una parra llena de uvas y una dama de noche perfumándolo todo y haciéndonos olvidar lo cerquita que queda el cementerio, y en éstas llegó Rappel en un coche fosforescente por los bajos (el coche), y en vez de poner cara de bull-dog como hace en Marbella todo el mundo que da una fiesta, pues saludó muy cortés y pareció que hasta se alegraba de vernos. Mal empezamos, me dije a mí mismo; no se puede crucificar a un tipo que te da las buenas noches con tanta educación, aunque vaya vestido de lentejuelas como si fuera una vedette del Teatro Chino de Manolita Chen.
Y el caso es que el tío iba inenarrable; de lentejuelas doradas transparentes y con brillantina hasta en el cogote y la trenza, y con unas botas a juego que no se pondría un tejano borracho en plena euforia. Pero era tan afable, estaba tan contento, que no había forma de tomarlo a mal, lo juro, o será que me estoy volviendo blando de tanto frecuentar la fauna marbellí. Y luego empezaron a llegar invitados, con sus regalitos en papel de brillo, primero Jaime Ostos con Ángeles Grajal, hermosa en su escotado vestido de flores, peinada en plan morenaza de Romero de Torres, y luego una cola de oferentes que parecían pastorcitos en el portal de Belén, pero con muchos lamés, muchas joyas y mucha seda y mucha sandalia de tacón.
Rappel lo desenvolvía todo con mucho primor y mucho alborozo, y lo enseñaba a las cámaras complacidísimo y tierno, y se iba poniendo todas las sortijas y los anillos que le iban dando, que hasta se envolvió en un mantón de chinchilla y se colocó una pulsera de brillantes «de aquí me voy al banco», dijo bromeando con el reciente robo de su casa- y un velo de gasa negra que le regaló José Manuel Parada.
Y claro, así no había manera de ser cruel. «Yo sé sembrar lealtad con los amigos», comentaba el anfitrión ante tanto cariño hecho regalo. Y llegó Jenny Llada de rubio recién teñido, y Bárbara Rey con una falda tableada que parecía sacada de «Peggy Sue se casó», y Ximo Rovira que le traía un majestuoso jersey de lana con un enorme león rugiente en el pecho, y un travestón tremendo, gordo y muy serio, que respondía al nombre artístico de Margot, y de pronto entraron los Draculines, o sea, el barón y la baronesa Von Aduard, y se armó la mundial cuando ella se dio la vuelta y enseñó un escote trasero que le llegaba bastante más abajo del ídem, para más inri adornado -el trasero propiamente dicho, o sea, el culo, para qué nos vamos a andar con rodeos- con un tatuaje de lo más morboso, y se dejaron retratar a gusto entre bromas de todos los colores, puro exhibicionismo, pero todo muy divertido y amable y sin un mal gesto ni una mala cara.
Y luego se sentaron todos, eran más de cien, y cenaron de lo más a gusto, y partieron la tarta y se lo pasaron pipa y le perdonaron a Rappel la mentira piadosa de decir que cumplía sólo 56 años. Y ahí me rendí, porque claro, a quién le hace mal una gente tan cariñosa, si Rappel es rico será porque hay quien cree a pies juntillas en sus rollos astrales y sus teléfonos del 906, hay gente «pa tó», pero el tío se lo monta con mucha mano izquierda de relaciones públicas y es listo como una ardilla, qué demonios. Vaya, que me entró síndrome de Estocolmo, qué quieren que les diga. Sólo más tarde me acordé de mi madre, la pobrecita, que cree que esto del periodismo es un oficio honorable, pero ya no tenía remedio y lo único que puedo hacer es pedirles a ustedes que no le digan nada, y menos que por poco me derrito allí mismo y le regalo a Rappel mi bolígrafo cromado de A.G. Spalding & Bros. Tendré que reformarme: mañana se va a enterar Gil.
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